EL “OTRO ADAM SMITH”

Hace 277 años, un 16 de junio de 1723, nacía en Kirkcaldy (Escocia), Adam Smith, economista, filósofo moral y profesor universitario, “padre de la Economía Moderna”, autor de “La riqueza de las naciones” (1776), una de las más grandes obras de su disciplina, célebre por su detallismo geográfico y histórico. Ese Adam Smith es bastante más conocido del que vamos a describir aquí brevemente.

Aquel Adam Smith era muy crítico tanto del mercantilismo como de la fisiocracia imperantes porque precisamente, en sus viajes por Europa, había comprobado cómo funcionaban los mercados y la relevancia de las instituciones jurídicas para que ellos prosperen, evitando prohibiciones o monopolios o la fe ciega en la posesión de recursos naturales. Ese Smith es bastante más difundido y criticado aún por los mismos liberales, como los austríacos, que cuestionan su teoría del valor trabajo en base a los costos de producción y no como ellos, que creen en una teoría subjetiva.

Pero Adam Smith también era un genial Profesor de Teología Moral, que escribió otras grandes obras como la “Teoría de los Sentimientos Morales” (1759)  y “Lecturas de Jurisprudencia” (1763), las cuales nos muestran otro Smith, uno humanista, preocupado por enfrentar la lógica imperante hasta la modernidad, impregnada de valores como la solidaridad cristiana pero también dudando de la propia fe racionalista de la era que le tocaba vivir. Es tan o más importante este “Smith moral” que el “”Smith economista”.

Porque este último arguye la superioridad y eficiencia para asignar recursos por parte del mercado, no porque crea que es perfecto, como muchos marxistas y keynesianos creen de él, ni tampoco porque sea un dogmático, sino porque pensaba que era el orden más compatible con la naturaleza humana, imperfecta, falible, a veces inteligente, a veces indolente. El mercado era la mejor opción entre la vida que ofreció durante siglos el Medioevo, esperando que de la caridad y el sacrificio humano, no vendría más que la autosuficiencia y aquella que parecía vislumbrar el racionalismo, el “hombre de sistema”, creyendo que un orden planificado centralmente, podía ofrecer la superación de la subsistencia colectiva.

El mercado era superior a ambos órdenes en la práctica porque sin partir de algún atributo especial exigible al hombre, ni de sus capacidades o incapacidades, sus talentos o sus falencias, sin requerir por ejemplo, de un espíritu solidario, de entrega generosa -de allí el error grave típico de atribuirle a Smith una prédica favorable al egoísmo-, podía ofrecer más bienes y servicios que ningún otro orden histórico anterior.

Esa virtud sistémica, sin un hombre con una sabiduría superior, que digite, controle o manipule a todos los demás,  sino una multitud de hombres que cooperan entre sí sin saberlo -ésa es la lógica de la tantas veces vilipendiada “mano invisible”-, es la que genera una abundancia enorme y ése fue el punto de inicio de la llamada “Revolución Industrial”.

Como demostrarían dos siglos después Douglass North y Robert Fogel, fue gracias a instituciones como el alambrado de campos y la aparición de la banca institucionalizada y el seguro, que la propiedad privada sería el artífice de ese enorme crecimiento de la riqueza que se generó en estos tres siglos -y con ella, la disminución de la pobreza global-.

Todo ello demuestra que aún en el “Smith economista”, hay un sustrato moral humano innegable. Hay una concepción del ser humano que no es precisamente egoísta como suele exagerarse entre sus detractores. Al contrario, Smith cree más en un hombre generoso, aún con los seres más alejados a su familia.

Ya en la “Teoría de los sentimientos morales”, el filósofo realiza un pormenorizada descripción del sentimiento de “la simpatía mutua”, un atributo importante a la hora por ejemplo, de ofrecer servicios o vender productos, clave en todo intercambio comercial. Como vemos, Smith habla de sentimientos, emociones, pasiones, en ello se identifica con la Ilustración Escocesa y se aleja del racionalismo francés de Rousseau, Voltaire y tantos otros, por cuya concepción humana, conocemos ese otro liberalismo más equívoco y tal vez, más distorsivo que que el escocés pero que lamentablemente, se difundió en América Latina. En Smith entonces, esa naturaleza humana diversa es la materia prima ideal y única compatible con el orden de mercado que a su vez, traía prosperidad.

Ojalá esta versión humanista de Smith sea más conocida de lo que lo fue hasta hoy en estas tierras para de esa manera entender mejor las claves de su lógica usada en “La riqueza de las naciones” y poder debatir mejor sin reduccionismos ni clichés, sobre los alcances y eficacia de los órdenes sociales sustentados en el gobierno limitado más las tres reglas de la estabilidad de la posesión, la transferencia por consentimiento y el mantenimiento de las promesas, como solía repetir su colega y amigo David Hume.

Invitado por el Dr. Walter Castro, tuve el honor de participar en un Liberty Fund Colloquium llamado “Adam Smith on Ethics and Economics” en la Ciudad de Mendoza, junto a grandes economistas y juristas de Argentina e Iberoamérica, entre los días 20 a 23 de noviembre de 2008, donde pude aprender de ellos, mucho más sobre esta señera figura central en el pensamiento filosófico y económico universal.

ESTANISLAO LOPEZ, UN AUTENTICO FEDERALISTA HOY NECESARIO

A pesar de la historia revisionista de José María Rosa y Ernesto Palacio, ensalzando a Juan Manuel de Rosas como el paladín del federalismo y el nacionalismo argentino en el siglo XIX, tengo todo el derecho a dudar de dichas credenciales. Exiliándose en Southampton (Inglaterra) a la que supuestamente confrontaba, no parece propio de un nacionalista cabal. Idem respecto a su identidad como hacendado y antes que nada, caudillo de sus peones, antes de serlo de todos los bonaerenses, a quienes condujo con rigor y de modo monópolico. Jamás Rosas quiso someterse a un mandato constitucional alguno. Nunca planteó un liderazgo compartido con otros líderes provinciales. Era un señor feudal que prefería coexistir y luego dominar a otros tantos señores feudales en cada una de las Provincias.

Un auténtico federal pero extranjero, uruguayo, era José Gervasio de Artigas. Auténticos federalistas eran Manuel Dorrego, quien vivió como embajador en Estados Unidos y conocía de cerca la genuina experiencia federal norteamericana y el Brigadier General Estanislao López, quien luego de ser soldado de Belgrano y caer prisionero en la campaña del Paraguay, se embarcó al frente de sus Blandengues, en una guerra fratricida de 7 años, contra el unitarismo del Directorio porteño (Pueyrredón y Alvear) y los gobernadores de Buenos Aires (Rondeau y Soler). Cuando San Martín temía ser detenido por las autoridades porteñas al retornar de su campaña libertadora del Perú, López se ofreció a protegerlo y llevarlo en andas con sus gauchos, a la Plaza de Mayo.

Además de un brillante militar y caudillo querido por su pueblo santafesino, fue un gobernador progresista, que tuvo grandes ministros como Domingo Cullen y Pascual Echagüe, rechazando al indio, alentando la agricultura y la ganadería pero sobre todo a diferencia de los Rosas, Quiroga, Bustos, Ibarra, Heredia y tantos otros, que manipulaban la bandera federal para sus propios intereses personales (entre otros, encaramarse en el poder). López era un integracionista, porque buscaba articular en un todo federalizado, incluso a la Banda Oriental del Uruguay y abogaba por la libre navegación de los ríos, en contra de los porteños y bonaerenses. Finalmente, López tuvo la virtud de ser magnánimo hasta con sus enemigos, en tiempos de ferocidad y venganza: además del citado gesto protector con el Libertador de América, le perdonó la vida al “Manco” Paz.

Ante el error garrafal de Lavalle de fusilar a Dorrego, López quedó junto al caudillo entrerriano “Pancho” Ramírez, como los únicos interlocutores de envergadura de Rosas. Este logró dividirlos y entonces, López apenas insistió y fracasó en su intento de convencerlo de la institucionalización del país, se retiró políticamente hasta morir el 15 de junio de 1838 en su amada Santa Fe, por la tuberculosis -o por “la mano negra” de James Lepper, el médico personal inglés de Rosas-? Si todos los esfuerzos institucionalistas de López como el Estatuto de 1819, los Tratados de Pilar, Cuadrilátero y la Constitución confederal como fue el Pacto Federal de 1831, todos antecedentes de la Constitución alberdiana de 1853,  hubieran prosperado, tal vez hasta nos hubiéramos evitado la nefasta experiencia rosista.

Hasta 1853, año en que se levantaría otro federalista entrerriano -aunque tardío-, Justo José de Urquiza, el legado del “Patriarca de la Federación”, el único sincero que pudo sobrevivir a la anarquía, más allá de los roles políticos de su hermano Juan Pablo “Mascarilla” y su hijo Telmo, quedó vacante dejándole todo el protagonismo y la suma del poder público a Rosas. Pero ese enorme legado es desconocido, sobre todo para los no santafesinos y las jóvenes generaciones que seguramente se pregunta qué y quién está en esa estatua cerca del canal 13 y el Puente Colgante en mi bella ciudad natal.

Lamentablemente, López al haberse constituido en el único vencedor invicto de los porteños, no tiene en su honor, ninguna calle de la ciudad capital, pero ser recordado por los ciudadanos de su Provincia Invencible que él soñó convertir en República, más allá del nombre en la Autopista Santa Fe-Rosario o el Estadio de mi Colón, quizás es su mejor premio.

Es contrafáctico pero qué hubiera hecho López si hubiera enfrentado un caso como el de la expropiación de Vicentín por parte del gobierno nacional, plagado de porteños? Seguramente, no hubiera actuado como el actual timorato gobernador Perotti, tratando de mediar y actuar más como obsecuente de Buenos Aires sino como un verdadero custodio de la soberanía santafesina, enfrentando al poder centralizador.

“1917”

La pandemia del Covid-19 detuvo el tiempo pero antes de ella, apenas estrenada en diciembre de 2019 y ya candidateada aunque injustamente perdidosa al máximo Oscar, la película de Sam Mendes, “1917”, puede ilustrarnos acerca de valores aún vigentes como el instinto de supervivencia y el sentido de lealtad.

Aunque a priori pareciera un típico film bélico, una versión inglesa de “Rescatando al soldado Ryan” o, una mirada un tanto maniqueísta, en una nueva exaltación al estilo “Dunkerque” del heroísmo inglés versus la crueldad alemana, ésta es una joya del cine por su especial sentido estético: su fotografía y recursos técnicos al servicio de ella, son admirables.

De hecho, este homenaje del director a su propio abuelo, nacido en Trinidad y Tobago pero que participó como soldado alistado en el ejército británico en la Primera Guerra Mundial, contándole este tipo de historias que inspiraron a su nieto más tarde, para llevarlas al cine, ganó tres estatuillas de las 10 para las que fue nominada, vinculadas con “mejor mezcla de sonido”, “mejor fotografía”y “mejores efectos visuales”.

La película fue protagonizada por dos jóvenes casi “Millennials” pero estuvieron acompañados por grandes de la actuación, todos británicos como Colin Firth, Mark Strong y Benedict Cumberbatch, quien ya nos había regocijado con su brillante actuación en “Código Enigma”, personificando al genial Alan Turing.

La historia está ambientada en el norte de Francia, más exactamente en los alrededores de la localidad de Écoust-Saint-Mein, en el Departamento Paso de Calais, en la Región Hauts-de-France.