A LOS RUSOS, EL MUNDO NO LOS ENTIENDE

Ayer, tanto el Pentágono americano como el espionaje británico, difundieron la noticia de cierta desinformación y mal asesoramiento en torno al Presidente Putin, queriéndolo convertir en un líder acosado del síndrome o “efecto Potëmkin”. La respuesta del Kremlin no tardó en llegar. Hoy, el vocero del Kremlin Peskov fue enfático respecto a que aquellas usinas del poder occidental, que no casualmente están -tras bambalinas- desde fines de 2021, “fogoneando” a Kiev en contra de Moscú, no entienden al Presidente Putin pero tampoco el mecanismo de toma de decisiones ni el estilo de trabajo del máximo nivel de autoridad en el Kremlin.

Tampoco es ilógico este proceder de la cumbre del poder occidentalista-transatlántica, la misma que está empeñada en sobrevivir aunque los valores del llamado “Occidente”, sean cuestionados desde adentro hace ya tiempo, porque se trata de dos grandes enemigos históricos de Rusia. Uno (Estados Unidos), desde los tiempos de la Guerra Fría, aunque luego, de la caída de la URSS, simulara alguna “amistad” con la Rusia de Yeltsin, tal vez en correspondencia con la debilidad y humillante carácter que ésta presentaba. El otro (Gran Bretaña), archirrival desde mucho antes, tal vez, para poner una fecha, el siglo XIX, empeñándose en frustrar los planes geopolíticos del viejo Imperio zarista, por ejemplo, en Crimea. Allí también cabe mencionar otra excepción: el breve período de conveniencia, matizado por una enorme desconfianza, de 1942-1943, cuando, como documentó sobradamente el periodista británico Alexander Werth, en ocasión de la invasión nazi a Moscú y en virtud de la necesaria defensa aérea de Londres, Churchill recordó que los soviéticos podían serle útiles a sus planes nacionales. Hoy, ambos, norteamericanos y británicos, convergen en sus viejos odios al corazón de la última civilización cristiana en pie, apoyando a una Ucrania (al menos, a su mitad pro-polaca-lituana), que se victimiza y manipula a los poderosos, excepto a su “hermano del alma”.

Sin embargo, este nuevo ataque de esa alianza transatlántica que quizás se niega a ver que el centro del poder mundial gira al sudeste asiático o, tal vez porque precisamente lo ve, al menos intenta retener para sí, gran parte de Europa, intentando dividir el frente ruso, no es novedoso desde la perspectiva rusa, con una experiencia milenaria. Los rusos saben que el mundo, no sólo los americanos y los británicos, no lo entiende desde hace tiempo. Como subraya Iver Neumann, cuando los europeos enviaban a sus primeros diplomáticos a Moscú allá a finales de la Edad Media y pretendían que el Zar, quien se autopercibía él mismo, enviado de Dios a la Tierra, reconociera a sus reyes mundanos o, cuando el francés Marqués de Custine, en apenas tres meses de 1839, apenas conociendo la “culta” San Peterburgo, dibujó para Europa y el mundo entero, incluso por los siglos venideros, una imagen de Rusia, como pueblo bárbaro, brutal, despótico y plagado de siervos, que sólo contenía una apariencia o fachada occidental.

Claro, Custine no se tomó el trabajo ni el tiempo de recorrer semejante mundo en sí mismo, de ese país-continente, su diversidad cultural, su idioma tan complejo, sus claroscuros históricos, su enorme riqueza incluso climática. Como tampoco lo han hecho todos los extranjeros que pisaron Rusia desde aquellos años en adelante. Es más fácil remitirse a la trillada frase de Churchill, citándola pero jamás adentrarse en ese acertijo, misterio o enigma que es Rusia. Es más fácil prejuzgarla, llenarla de estereotipos hollywoodenses, castigarla como se hace ahora con las sanciones occidentales, pero jamás interpretarla de acuerdo a esa enorme sensibilidad humana, para lo bueno y para lo malo, que poseen sobradamente los rusos.

Ojalá esta guerra de Ucrania cambie algo ese destino. Creo que la cancelación de la cultura rusa que se está observando en el mundo pero también el bullying virtual (y real) al que se ven sometidos muchos rusos a lo largo y ancho del planeta, no son buenas tendencias en aquel sentido. De seguir siendo así, ese sexta parte de esta Tierra, que es Rusia, se aislará mucho más aún, tal vez, como nunca antes en la historia, volviendo a creer que el resto de los seres humanos no rusos, no los entendemos ni entenderemos jamás.

Pero ésta será una mala noticia, no sólo para ellos, sino para nosotros mismos, porque nos privaremos de todo lo que ellos pueden crear y entregarnos, desinteresadamente, como lo han hecho a lo largo de siglos. Sólo que esta vez, si Europa, cuando tengan un Napoleón u otro Hitler o quizás, los musulmanes, golpeando las puertas de Viena, y busque la ayuda rusa, ya no la americana, para que la defienda, dudo que la encuentre.

HOFBURG Y SU BALCON MALDITO

Austria tiene una particular historia de amor-odio con Alemania. En ausencia de ésta, en el siglo XIX, formó parte sucesivamente, con Prusia y otros Estados alemanes, de la  Confederación del Rin o Rheinbund (1806-1813) -bajo hegemonía napoleónica-; la Confederación Germánica o Deutscher Bund (1815-1866) , ya bajo la Santa Alianza, entrando luego en guerra con aquélla y tras un cierto distanciamiento, en el siglo XX, siendo anexada vía el Anschluss a la Alemania nazi, cuyo Führer nació en un pueblito alpino austríaco. Tras haber compartido un lúgubre destino común, con ejércitos de ocupación americano y soviético hasta 1955, Austria logró su independencia, a costa de su neutralidad en la Guerra Fría y hoy, en el seno de la Unión Europea, Sebastian Kurz se alinea casi al unísono con Frau Angela Merkel, incluso en la lucha contra la pandemia.

En la entrada central a la Plaza de los Héroes donde se halla el Palacio

Del fragmento olvidable de la historia, es decir, el nazismo, todavía quedan retazos. En marzo último, la Directora de la Casa de la Historia de Austria, pidió que se reabra al público, el balcón del Palacio de Hofburg, donde Hitler diera su célebre discurso del 15 de marzo de 1938, ante 200.000 personas. El mismo es arquitectónicamente más similar a una terraza, ya que se encuentra directamente encima de una entrada cubierta que conduce al palacio desde la Plaza de los Héroes (en alemán, Heldenplatz), un sitio de manifestaciones políticas y reuniones, tanto pasadas como presentes.

Vieja fortaleza militar del siglo XVIII, restaurada como Palacio en 1847, es uno de los tres más famosos -junto con Schönbrunn y Belvedere- que tiene Viena y uno de los tantos que usaron los Habsburgo, la familia real austríaca -cogobernante de la España imperial- en el pasado. También es el más grande y el más antiguo, habiendo tenido como inquilinos célebres previos a Hitler, a Francisco José I y su esposa Isabel de Baviera, más conocida como “Sissí”. Mucho más fugaz fue la estancia del Zar de todas las Rusias, Alejandro I, quien se hospedó allí durante el histórico Congreso de Viena de 1815.

Estatua en honor al Archiduque Carlos de Habsburgo-Lorena (Habsburg-Lothringen). Carlos fue Generalísimo del Ejército austríaco, el mayor rival de Napoleón y comparable a Wellesley.

Volviendo al episodio de la apertura del balcón de Hitler, remite una vez al pasado, el mismo que del que Austria se ha hecho cargo, por sus complicidades con el nazismo alemán. Su República actual está entretenida con otros quehaceres más pueriles, si se me permite el término, como el asilo o no, a refugiados afganos pero como se ve, esa especial relación de pocos años con el totalitarismo nazi, vuelve una y otra vez, a impactar, por el peso de la memoria histórica.

Estos carteles alegóricos a la democracia liberal, ubicados en plena Heldenplatz, testimonian la legitimación republicana de la que hace gala Austria día a día, tratando de enterrar para siempre, aquellos años malditos de fines de la década del treinta, aunque pueda haber todavía hoy disidencias respecto a cómo hacerlo.

VIENA Y SUS CONTRASTES

En el Arenbergpark de la majestuosa capital austríaca, podemos encontrarnos una mañana cualquiera sentado en un banco, a un anciano dándole de comer a las palomas -o a los cuervos, omnipresentes por la cercanía con el verdoso -no azul- Río Danubio (el Donau, en idioma alemán).

Es nada más ni nada menos que el Presidente Federal del país, Alexander Van der Bellen (77 años).

Por cierto, no podría imaginar algún primer mandatario latinoamericano y mucho menos, argentino, que adoptara ese tipo de conductas, incluyendo viajar en metro o en tren, como si fuera un ciudadano común más. En realidad, lo es aunque, independientemente de ese cargo que ostenta hace apenas cuatro años, algo más que simbólico o protocolar como en todo semiparlamentarismo, los gobernantes austríacos no gozan de privilegios especiales, viven en sus domicilios particulares, no tienen autos con choferes ni son mirados por la población, como príncipes o virreyes, con algún “derecho divino”, sino como simples servidores públicos, sin mayor distancia que la que guarda Van der Bellen con sus vecinos vieneses en el subte o el parque.

Foto tomada del Wiener Linien, 2019.

Más reciente, en plena pandemia, 2020.

Sin embargo, en el mismo parque al que suele concurrir el Presidente, profesor universitario (de Economía) y dirigente ecologista Van der Bellen, sorprenden erguidas dos moles de cemento, cerradas, tenebrosas, que impactan mucho más al estar rodeadas de verde, plantas, árboles, pájaros y hasta simpáticas ardillas, con un bar un poco más allá de ambas. Al lado de las mismas, incluso, hay una cancha de básquet -o fútbol cinco-, con piso de mosaico, donde juegan chicos propios del multiculturalismo de este país: negros africanos, balcánicos, musulmanes, cristianos ortodoxos, sirios, persas. Esas moles son los famosos bunkers de la II Guerra Mundial. Han permanecido allí como tristes recuerdos de un pasado austríaco ligado al nazismo: Adolf Hitler nació en Austria y este país fue anexado en 1938, en el contexto del famoso Anschluss (unión o reunión, en lengua alemana), preanunciando lo peor: la invasión un año más tarde, de la invasión alemana a Polonia, un 1 de setiembre de 1939.

Uno de los bunkers con la cancha de básquet al lado.

Una cabina teléfonica en desuso, reciclada a pequeña librería para donar. Atrás, uno de los bunkers.

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LA DEMOCRACIA ALEMANA DESDE LA SOCIOLOGIA: WEBER Y DAHRENDORF

PARIS: LA BUENOS AIRES EUROPEA

Norteamericanos y franceses tienen una larga historia en común, aún considerando la “juventud” de Estados Unidos (243 años). Al apoyo de Francia a la guerra de independencia americana, puesto de manifiesto en héroes como el Marqués de Lafayette (1757-1834) y el general, mariscal y Conde Jean Baptiste de Rochambeau (1725-1807), que pelearon para el ejército de Washington contra los británicos, se le suma la reciprocidad de la liberación norteamericana del territorio francés del yugo nazi en la II Guerra Mundial. Más allá de la cierta animosidad del Mariscal De Gaulle, héroe de la Resistencia francesa (“les maquis”) al poder imperial norteamericano, expuesto en el debate sobre la OTAN en 1966 u hoy, entre el modelo proglobalización de Macron enfrentado al “America First” de Trump, han habido más coincidencias que diferencias entre franceses, representantes de una cultura que se precia de ser singular y los americanos, que se creen “gendarmes del mundo”, desde 1945. Justamente, un año antes, las tropas aliadas desfilaron por este lugar, el Arco del Triunfo, el mismo por el que se paseó Hitler en 1940, aunque sin multitudes desbordantes.

El cine de Hollywood ha sido testigo directo de esas reciprocidades culturales. Muchas películas se han filmado en París, como epicentro o la han homenjeado. Woody Allen como director le ha dedicado uno de sus filmes (“Medianoche en París” -2011-) y actores como John Travolta en 2010, Kevin Costner en 2014 y Tom Cruise en 2018, han trabajado en los sets a orillas del Río Sena. Al servicio de la causa de la “libertad, igualdad y fraternidad”, el director de cine francés Luc Besson, además de filmar películas de resonante éxito, ha firmado declaraciones en contra del lepenismo, nacionalista, antiamericano y xenofóbico.

Pero también los propios anglosajones han rendido homenaje a Francia y París. Russell Crowe (neozelandés) en 2006, Michael Caine en 2013, pero
sobre todo, Kristin Scott Thomas, Kevin Kline y la nonagenaria Maggie Smith, estos tres últimos con “Mi vieja y querida dama” (2014), han expuesto como nadie, el sufrimiento discreto de los franceses, siempre sutil, -a menudo exageradamente sutil-, por ejemplo, a través de una situación que hoy se ha hecho común pero que hace décadas no lo era tanto: la infidelidad de dos parejas y la desolación de sus hijos que sufrieron tales amoríos sin saberlo o en silencio. De paso, a través de dicha película, los que no somos franceses, conocimos el viager, esa institución milenaria gala, por la cual se alquila con opción a compra hasta que la persona muera, o, como en la misma película se cita sarcásticamente: “si la persona muere pronto, es el destino reemplazarla y si no, pagarle para que pueda vivir”.

Un paréntesis: es increíblemente bello, ver cantar a una cantante de ópera, la joven francesa Sophie Touitou al borde del Río Sena.

También Argentina tiene vínculos con Francia. Desde la Revolución de Mayo, nacida bajo el influjo de la invasión napoleónica a España, pasando por Carlos Gardel, el comercio mutuo y la enseñanza del idioma francés a generaciones enteras a través de la Alianza Francesa. Pero el mayor shock lo tuvimos avec Ekaterine cuando al caminar por las calles parisinas, nos pareció estar haciéndolo por algunas aceras de Buenos Aires, como los barrios de Recoleta y Palermo. Resulta algo trillado esto de la semejanza entre París y Buenos Aires, porque además se ha escrito bastante acerca de ello, en materia arquitectónica pero el impacto me resultó llamativo considerando la lejanía o enorme distancia física e histórica entre ambas urbes.

Claro, hoy, también hay que relativizar lo francés y lo parisino, en un mundo con tanta globalización y por ende, inmigración-. Ver la Torre Eiffel blindada contra atentados terroristas y con una enorme fila de turistas chinos pretendiendo subir a ella por ascensor gigantesco como “ganado” -la misma sensación que tuve en el ascenso al Empire State en New York en 1990, también es shockeante. Máxime cuando en la gran fuente que mira a la Torre, un mediodía de pleno verano, era significativa la cantidad de africanos e iraníes con sus burkas, los que se bañaban con sus niños, con la sola excepción de una par de danesas y nosotros dos.

Como si esto fuera poco, tuvimos la oportunidad de ver el cierre del Tour de France, la competencia ciclística más importante de Europa -y por qué no, del mundo- y nos sorprendieron la gran cantidad de latinoamericanos que había, especialmente colombianos, ya que la competencia precisamente la ganaría por primera vez, un compatriota de ellos: Egan Bernal (22 años).

Así como en cada lugar del mundo, hay un rinconcito argentino, también los hay rusos. Ellos llegaron por primera vez a la capital parisina de la mano del ejército victorioso del Zar Alejandro I sobre Napoleón y mientras algunos de sus oficiales regresaron y protagonizaron -sin éxito- la única revolución liberal en el viejo Imperio, la “decembrista”, otros se quedaron y aprendieron a respirar la libertad individual, discutiendo en los bares sobre asuntos públicos, como nunca antes lo habían hecho. Tuvieron descendientes y éstos, como buenos rusos, se dedicaron a la alta gastronomía, en lugares coquetos de París.

Idem la música rusa, con Rachmaninoff a la cabeza, también presente en París.

Otros lugares bellos de la capital francesa, dignos de fotografiar.

La despedida es con un video alusivo a la romántica grand chanson de Pierre Bachelet, “Emmanuelle” (1974).

Como refleja el video en clara consonancia con la canción, llena de amor, belleza, deseo, corazón pero también decepción, o sea, vida humana plena, ésta en París asoma por completo placentera, una sensación parecida a la experimentada en Viena. Quizás se trate de ciudades bendecidas por la “buena vida”, que es claramente, la guiada por la pasión.

80 AÑOS DESPUES DEL INICIO DE LA II GUERRA MUNDIAL

1 de setiembre de 1939. Las tropas alemanas del III Reich ingresan a territorio polaco y rápidamente derrotan a las tropas de caballería que se desbandan. Si bien, el Führer Adolfo Hitler había dado evidencias manifiestas de sus intenciones expansionistas en Europa, al anexar Austria (su patria natal, vía el “Anchluss”) y Checoslovaquia, en 1938, ni Inglaterra a través de su Premier Chamberlain ni Francia con Daladier, pensaron en la posibilidad remota del inicio de una nueva y cruenta guerra.

De allí en más, se desataría una pesadilla que duraría hasta mayo de 1945, con la rendición germánica y agosto del mismo año, con la capitulación japonesa.

El cine ha reflejado el conflicto bélico con decenas de películas alusivas. Empezaré por una que refleja su final, tan sangriento, considerando que en las últimas semanas, antes de suicidarse, Hitler, mandó a miles de niños, mujeres y ancianos a pelear palmo a palmo contra los americanos y soviéticos que asolaban Berlín. La temible Waffen SS, ahorcaba a aquellos que se negaban a tomar las armas para defender territorio alemán. Desde la óptica original de un grupo comando de tanquistas nortamericanos, el film de 2014, “Corazones de acero” (o “Fury”, en alusión, en inglés, al nombre del tanque protagonista), refleja aquellas últimas jornadas de violencia y venganza inusitada entre un bando y otro.

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CHARLES CHAPLIN: UN PIONERO DE LA SONRISA

En su Suiza natal, murió un día de la Navidad de 1977, el mismo que alumbró los rostros de millones cuando el cine era mudo, aunque los seguirá iluminando por varios siglos más, aunque nos domine la tecnología de los celulares, You Tube, Netflix y “Soy Germán”. Ya lejos de la pobreza que lo vio nacer, pero a la que le dedicó películas como “Vida de perros”, “El vagabundo” y “El chico”, por esa infancia aciaga que le tocó enfrentar, con un padre que murió joven atrapado por la cirrosis y una madre enferma que terminó con demencia senil y, a la que siempre recordó por ser actriz (Lily Harley). Tuvo varias esposas y la última, la hija del dramaturgo Eugene O’Neill, le dio nada menos que 8 hijos, aunque él ya tenía 70 años.

Por ser el primer cineasta, productor, autor y actor de una era que quedará grabada para siempre en nuestros corazones, tuvo una valoración enorme y global. Fue un gran capitalista que gracias a sus ahorros bien invertidos (en ladrillos) pudo sobrellevar la Gran Depresión de 1929-1930, aunque criticaría la inhumanidad del fordismo en “Tiempos modernos”. Sería implacable con Hitler en “El gran dictador” y volvería a ser ácido con el capitalismo en “Monsiuer Verdoux”. Los norteamericanos no le perdonarían su complacencia con el papel soviético para derrotar a los nazis durante la II Guerra Mundial, por lo que sería una víctima más del maccarthismo. Como Bobby Fischer y tantos otros, recién sería perdonado al final de su carrera. Sería homenajeado por Hollywood de manera elocuente: es por todos recordado, su largo standing ovation de 12 minutos, en una entrega de los Oscars. A Hitler que lo llamaba un “pequeño judío despreciable”, no le perdonó la copia de su pequeño bigote, que era sinónimo de ternura, no de crueldad.

Su reconocimiento es universal, desde la India de Mahatma Gandhi hasta Europa del Este, donde su fama llegaría de la mano o el uso político de la censura americana en plena Guerra Fría. Hasta un genio como Einstein lo consideraba su amigo. Es que como afirmaba el propio “Carlitos” Chaplin, “sonríe, porque tal vez mañana verás el sol brillando sobre tí” o, ” la vida es como una gran obra de teatro, donde debes apurarte a cantar, reír, bailar, llorar, antes de que baje el telón y cierre sin aplausos”.