REY DE REYES

Cada Semana Santa, permanece mi recuerdo de mis minivacaciones en la década del setenta en Santa Fe, junto a mis abuelos. La asistencia a la procesión del Vía Crucis cada Viernes Santo como hoy, pero además las imágenes televisivas en blanco y negro, del lavatorio de pies del Papa de aquel entonces, Paulo VI, el Jueves Santo. Socializado en la educación católica, no podía ser de otro modo. Tal semana de reverencia, solemnidad pero también recogimiento, habituado a escuchar música sacra en radio dada la muerte de Jesús en la Cruz, había empezado con el Domingo de Ramos, simbolizando la entrada “triunfal” de Jesús en Jerusalén, mientras los feligreses le arrojaban ramos de olivo a su paso. Claro, este “Rey” en el que los judíos aún no creen, ingresaba allí montado en un burro y no en un brioso caballo, como podía hacerlo un Emperador o general romanos.

No cabe duda de que esas primeras sensaciones de un cristianismo vívido e histórico, más allá de la novedad de Navidad y Día de Reyes, que están asociados a la alegría de un nacimiento, algo que experimentaría, cuando tuve a Verónica Eugenia (mi primera hija), no pueden dejar de estar asociadas sino al cine, una película llamada “Rey de Reyes” (1961). Creo que más allá de la genial representación de su actor principal, el malogrado joven Jeffrey Hunter, ese film recoge genuinamente la figura del Nazareno, incluso mejor que las versiones posteriores de “Jesús de Nazareth” (1977) y, “La Pasión de Cristo” (2004), cruda y demasiado sanguinaria -para mi gusto-, dirigidas por el italiano Franco Zeffirelli y el australiano Mel Gibson y protagonizadas por Robert Powell y Jim Caviezel, respectivamente.

Allí percibí por primera vez que un Rey puede serlo, aún sin corona, sin poder, sin ejércitos que los defiendan, pero sí con la palabra, con el carisma, con la fortaleza aunque también con la debilidad (humana), como quedó demostrado con las tentaciones en el desierto, antes de sufrir la traición de Judas Iscariote o el mismo viernes de la muerte en la cruz, previo a exhalar el último aliento. Esa humanidad -de ése Rey llamado Jesús-, capaz de sufrir y sobreponerse a todo, me ha motivado a lo largo de la vida, para, a su vez, motivar a otros/as a intentar lo mismo.

Afortunadamente, los cristianos del mundo hallamos consuelo, el día Domingo, de Pascuas de Resurrección. Es la oportunidad para entender en ésta vida, que luego de tocar fondo, siempre existe la posibilidad de otra redención.

OCTUBRE

Es el mes de mi cumpleaños por lo que reviste un carácter muy especial, porque además es el de mi tercer hijo. A lo largo de estos 58, los he tenido todos. Complicados como el de 2011, cuando el día sábado 15, me accidenté en la Ruta 2 camino a Mar del Plata pero también dichosos, como el de 1974, 2016 -cuando mi pareja de aquel entonces me regaló un festejo del 17 juntos en Roma- y 2021 -cuando lo vi ganar a mi Colón ya consagrado campeón en su estadio-.

“октябрь”: así se dice “octubre” en idioma ruso.

Este de 2022 vino lleno de roturas y rupturas: muerte de motores de auto -y heladera-, extracción de un premolar inferior, crisis de relaciones con “amigas” un tanto pretenciosas. Sin embargo, el mismo sábado 15, como una ironía del destino, una cirugía planificada de mi ojo derecho, aquejado por una gran miopía (dificultad para ver a lo lejos), astigmatismo y queratocono, me devolvió gracias a una lente intraocular, la visión perdida hacía casi 5 décadas.

Ese tipo de momentos nos hacen recuperar la sonrisa a pesar de los malos momentos, que finalmente, son materiales. A veces, me pregunto si estamos realmente condenados a alternar esas alzas y bajas, para poder al final del camino, contemplar un balance que termina siendo mucho más positivo del que preveíamos. Parece ser el sabor de la vida misma.

Quienes ven normalmente o tienen una mínima miopía, incluso presbicia, tal vez, no tienen conciencia del sufrimiento o dolor que implica para una persona no ver con dicha normalidad, desde pequeño. Aquí voy testimoniando la evolución de mi visión desde 1974, cuando se me descubrió la miopía, al comunicarle a mi madre, que no veía desde el tercer banco del aula, los números y las letras que escribía la maestra de 4to. grado en el pizarrón. El uso de anteojos se convirtió en una pesadilla para mí y aunque las lentes de contacto aparecieron tempranamente en mi vida, lo que me permitió practicar deportes, nunca olvidaré el momento de llanto profundo y sostenido cuando vine del primer diagnóstico del oculista.

Primer diagnóstico de 1974

Diagnóstico de 1993

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“MATCH POINT”

El tenis es como la vida. Cada partido, que puede durar 40 minutos, una, seis u 11 horas, tiene fases, los llamados “games”, que son prácticamente subpartidos en sí mismos, con sus puntos definitorios, viviéndolos cada tenista como si estuviera al borde de la cornisa. La vida también parece tener sus etapas bastante bien definidas, las que van marcando el derrotero de cada uno de quienes habitamos este planeta y en ellas hay mayor o menor energía vital, la cual seguramente va mermando a medida que nos acercamos al final.

Esa conclusión del partido y la vida, puede demorarse más o menos, pero en cualquier caso, uno no quiere llegar a esa instancia o, al menos, si acepta que llegue, trata de que sea lo mejor posible, en condiciones de ganar el match con cierta holgura o arribando saludablemente al último minuto de este tránsito terrenal.

Hablando del mismo, igual que en el tenis, se camina por la vida, tomando decisiones, con un mix de pasiones y razones, todo el tiempo: planteo de estrategias, ser más atrevido o más dubitativo, considerar al rival o el contexto, autorreflexionar sobre nuestra evolución, asumir con determinación y actitud el obstáculo que tengamos enfrente, aceptar pero intentar salir de los bajones, depresiones o “lagunas mentales” a las que nos somete el juego, en fin, un cúmulo de vicisitudes a las que deberemos enfrentar y hasta desafiar. En el “deporte blanco” como en la vida, uno convive y lidia con los demás, pero sobre todo, consigo mismo. Así como se deja guiar, envolver o traicionar por los aplausos. Los más espartanos tratarán de ignorarlos y los más carismáticos (u oportunistas) los aprovecharán a su favor.

Semejantes dudas, inquietudes y hasta dilemas de definición habrá recorrido Roger Federer, con 41 años de edad, a lo largo de sus más de 1.500 partidos y más de 24 años de carrera tenística profesional, que acaba de culminar esta semana. Nos ha emocionado a todos en el mundo, incluyendo a sus archirrivales, Djokovic y Nadal, que lo extrañarán aún deduciendo que sus respectivos retiros también se hallan más próximos. Ese sustantivo que en singular, es horrible por donde se lo mire: asumir que ya nada será como antes, que el ciclo vital y la energía se han agotado o ya no son los mismos, por lo que es preferible abandonar y no ser humillado, que habrá que buscar otros horizontes, otras alternativas, otras formas de vivir porque lo que se daba, ya no se dará.

Si es una forma de morir, es debatible hasta el infinito, pero sin duda, se trata de otro tipo de partido, durísimo para sobrellevar. Por eso, el mensaje de Federer a su esposa ex tenista, también es comprensible: “estoy feliz, no estoy triste”, es la ratificación de un momento amargo para él, porque se trata del más sencillo reconocimiento de que ese final no es el deseado, aunque uno se resigna a aceptarlo.

Todos los que amamos este deporte, nunca olvidaremos el gran legado del helvético, su hombría de bien, noble sentido de la competencia, su esmero profesional pero sobre todo, su devoción por el tenis. Ojalá su ejemplo inspire a sucesivas generaciones para que lo sigan practicando y aprendan a quererlo tanto o más que él.

DE LEYENDAS Y SUEÑOS (QUE SE CUMPLEN)

San Juan, 4 de junio de 2021.

Que la pasión en estas latitudes del globo terráqueo, tienen una estrecha relación con el deporte y sobre todo, el fútbol, no es ninguna novedad. Hasta el cine, como por ejemplo, “El secreto de sus ojos” (2009) reflejó dicha obsesión de los hombres pero también recientemente las mujeres, por la actividad del balompié. Sólo así se explica que anoche, una vez que el árbitro Pitana hiciera sonar su silbatazo final en la lejana y cuyana San Juan, aún violando la cuarentena argentina, hayan salido más chicas, adultas y hasta abuelas a las calles de Santa Fe, felices y embanderadas con los colores de sus amores, festejando el ansiado título, a la par de sus hombres o sin ellos. Tal vez, ese mismo encierro ha hecho más que evidente la necesidad de muchos hinchas de expresar de manera atípica, sus emociones inigualables, que de haber existido una situación más normal, también hubieran sido algo más atinadas, aún cuando es difícil imaginar qué se siente en la piel de un simpatizante, cuando su club gana por primera vez en su vida, una estrella.

Es que tuvieron que pasar 116 años y algunas semanas, para que un club del interior de la Argentina, cuyo rasgo esencial es el sufrimiento a lo largo de décadas, pero también la lealtad genuina de sus hinchas, pudiera gritar “Campeón” en un torneo nacional. Fue en un contexto anormal, sin público en los estadios sin localías válidas y tampoco, sin gente de manera masiva, celebrando en las calles, aunque como queda dicho, dicho factor se cumplió a medias por lo visto anoche, en muchos lugares de la Provincia de Santa Fe, no sólo la capital.

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HISTORIA DE UN DIVORCIO

Tuve la oportunidad de compartir dos asados en Córdoba Capital, uno el pasado viernes 15 y otro, el domingo 17. El primero, con algunos amigos y otros, no tanto. El segundo, con amigos y colegas de la Universidad. Excepto dos de todos ellos, aún casados, el resto éramos todos separados o divorciados. También un par, mostró facetas totalmente contrapuestas, mientras se hallan en pleno proceso de separación: uno estaba feliz y esperaba tener nuevas oportunidades de conquista en su nuevo departamento; el otro se hallaba moralmente destruido, durmiéndose en un sofá cada vez que lograba escapar de la mesa de discusiones políticas, las mismas que antes le parecían importantes y ahora pueriles.

Es que claramente, excluyendo las reacciones coyunturales y hasta los intentos de reconstrucción personal a posteriori, la culminación de un matrimonio, cualquiera haya sido su duración, es de una de la peores situaciones de la vida, seguramente, junto con la pérdida de un ser querido. Es la destrucción de los proyectos en común, de los sueños de una vida compartida -máxime si hubo hijos-, la frustración, el desencanto con las virtudes del otro/otra, la exaltación de sus defectos, todo aquello que era percibido antes como positivo, admirable, etc. Es la cruel reflexión de lo invertido en energía, salud y química a lo largo de años, esperando que todo conduzca a buen puerto y la horrible conclusión de un resultado opuesto. Es la terrible y temible concreción de la muerte en vida, porque uno parece haber llegado no sólo al final de una etapa, sino a una suerte de precipicio donde no cabe otra alternativa que saltar -sin paracaídas-. Si abajo hay una laguna sin rocas o la altura no es tan grande, habrá posibilidades de salvación. De lo contrario, es el final.

Para colmo, ese sábado 16, en el medio de los sendos encuentros gastronómicos, tuve la oportunidad de ver un film recomendado por una especialista en TV y producción de imágenes, más preocupada por dichos aspectos técnicos que por su guión. El mismo que versaba casual -o no tan casualmente-, sobre una ruptura matrimonial.

“Historia de un matrimonio” (2019), más allá de la genial interpretación de sus dos protagonistas, a cargo de un ignoto (excepto para los fanáticos de Star Wars) pero genial Adam Driver (una especie de mezcla física noventosa entre Paul Dano y Jason Schwartzmann) y la siempre carismática Scarlett Johansson, revela mucho más que ese cúmulo nefasto de sensaciones que describí al inicio. Lo que resulta en un comienzo de una suerte de culminación matrimonial consensuada, gradualista, mediada con psicólogo de pareja, terminan derivando en un calvario donde los esposos ven autodestruirse su mancomunión de años, merced en gran medida, a sus propios abogados, la perversa Nora Fanshaw (interpretada por Laura Dern) y Jay Marotta (por Ray Liotta). Hasta la presencia transitoria de un abogado más contemporizador como el personaje del veteranísimo Alan Alda (el mismo de “M.A.S.H.”), fue devorada por esa dinámica legalista que consumió las pocas cenizas que quedaban del languideciente matrimonio.

Precisamente, esa competencia judicial tan afín a la idiosincracia norteamericana desde hace décadas, es la que tan sabiamente critica el periodista Frank Gibney, cuando a fines de los setenta, exaltaba por comparación, el modelo armónico y confuciano japonés, como testimonio del éxito económico y social nipón.

A modo de corolario, siempre combinando dos artes que me apasionan, el cine y la música, les dejo estas tres canciones de ABBA. Sí, el grupo sueco que vivió en pleno apogeo profesional como banda de pop, la propia separación matrimonial de sus dos parejas, después de haber dedicado muchos de sus éxitos al amor y la felicidad. La tristeza del proceso se refleja en sus rostros particularmente, en los ojos de ambas mujeres. A lo largo del tiempo transcurrido, podemos ver así cuál fue el balance físico y de salud que tuvo cada uno de los integrantes tras aquellos sendos divorcios.

La reconstrucción de la vida personal a partir de dicho “big bang“, dependerá del tipo de duelo que cada uno realice y la mejor -o más saludable- forma de salida que elija, aunque muchas veces, la racionalidad juega aquí, un papel limitado. De lo que sí estoy seguro, es que, a diferencia de la trama del film citado, no hay que dejar librado el resultado final a los hombres de leyes.

USANDO EL PENSAMIENTO LATERAL: DOS CASOS

No hay que leer demasiado al psicólogo maltés Edward De Bono, el gurú del “pensamiento lateral” en los años noventa, para tomar conciencia de que siempre hay salidas, opciones, alternativas a las sombras o dificultades que se ciernen sobre la vida.

Dos filmes británicos, ambientados en 1984, en la ruinosa y decadente situación de las minas de carbón, industria a punto de extinguirse y a la que la Premier Margaret Thatcher le detonó el tiro final, ilustran con la debida cuota de emoción, tales posibilidades. En ambos casos, fue la música, acompañada en uno de ellos, por la danza, la que permitió a sus protagonistas, eludir la dimensión problemática, de sus entornos familiares, grupales o laborales, plagada de amenazas: desocupación, huelgas, piquetes, prisión, represión, traiciones, alcoholismo, drogas, infidelidad matrimonial, desalojos, intentos de suicidio, la enfermedad o muerte de seres queridos. Así, se decidieron a forjar sus propios destinos, mucho más halagüenos, de la mano de sus vocaciones, talentos o capacidades artísticas. Poco a poco, sus vidas no terminaron de irradiar hacia las otras: el tiempo dedicado a actividades vanas, fue cediendo a energías mejor usadas en pro de lo que a ellos les gustaba o sencillamente amaban, dejando atrás esa realidad ominosa y agobiante para todos.

En “Tocando el Viento” o “Brassed Off” (estrenada en 1996), protagonizada por Ewan Mc Gregor, Pete Postlethwaite, Jim Carter y Philip Jackson, entre otros brillantes actores británicos, la banda musical de un pueblito minero imaginario del condado de Yorkshire -Grimley- (en realidad, se trata de la Grimethorpe Colliery Band), pudo llegar a la cima musical de Londres, el Royal Albert Hall, sepultando así las divisiones y el drama entero de la comunidad de trabajadores del carbón.

En “Billy Elliot: Breaking Free (estrenada en el año 2000), donde sobresalen Julie Walters (la misma actriz de “Educando a Rita”) y un Jamie Bell preadolescente, el hijo de un minero en huelga, sólo preocupado por la pérdida de su fuente de trabajo, en el condado de Durham, rechaza boxear como su padre ansiaba por su naturaleza machista y se dedica contra viento y marea, a iniciar su carrera de bailarín de danza, apenas apoyado por una profesora (Georgia) -excedida en peso y fumadora compulsiva- y un amiguito homosexual (Michael).

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