DE RACIONALIDADES Y NO TANTO

Por la restricción externa que tenemos como país, al estar muy distante de los grandes centros mundiales del poder y el desarrollo, o simplemente, por otras razones, las ideas novedosas llegan a estas costas aunque tardíamente. Pero eso no es lo peor. Permanecen en el tiempo y son una y otra vez aplicadas. Por supuesto, con resultado erróneo.

Es el caso de la llamada “Rational Choice” (Elección Racional), teoría política emanada del mundo económico, con una metodología individualista. Según la misma, los individuos cada vez que toman decisiones, lo hacen siguiendo una ecuación de costo-beneficio. Esta postura puede emplearse en el ámbito de la política electoral, intentando explicar la conducta de los votantes, pero también desde la lógica del gasto público, es decir cómo ciertos sectores (políticos, empleados y grupos de interés, incluyendo empresarios) tratan de beneficiarse a expensas del bien común, aún expresándose a favor de él. Por último, y éste es el capítulo que aquí nos interesa, la lógica de la acción colectiva -así se llama también el libro homónimo del economista y sociólogo Mancur Olson, o sea, la posibilidad de adherir o no a reclamos laborales, en forma de huelgas o piquetes sindicales, incluso manifestaciones políticas. En cualquier caso, el votante, el contribuyente o el manifestante, siempre se ven en la disyuntiva de votar o elegir o asistir o no a una protesta según le convenga o no, a él en particular. Podría inclinar la balanza a favor, si recibe incentivos selectivos (subsidios o favores especiales) por parte del Estado, para decidirse de manera positiva.

Esta teoría tuvo su momento de gloria, en los ochenta y durante alguna parte de los noventa, en el mundo desarrollado, durante las políticas privatizadoras de Margaret Thatcher y otros gobiernos reformistas como el de Reagan en EEUU o Mulroney en Canadá. es más. La amenaza de cortar servicios o subsidios, desalentó a muchos antirreformistas a sumarse a eventos de oposición a dichas políticas tan agresivas.

Con el tiempo, se comprobó que dicho accionar de unos y otros, podía explicarse de manera más compleja. Podía ser válido en algún punto, el argumento individualista, pero quedaba afuera el análisis de todo aquello que escapa precisamente a la esfera del cálculo individual ahistórico. La razón es sólo una variable a tener en cuenta. Juegan las emociones, incluso el sinsentido, la decisión de preservar el sentido de comunidad o vecindad       (“sentirse parte de”), superar el anonimato, el orgullo propio, la dignidad quebrada, como queda dicho, la historia, los antecedentes, etc. La amenaza de perder el empleo de toda una vida, de suprimir el horizonte para siempre, la angustia por el vaciamiento de un pueblo, fueron sensaciones reales que se vivieron en casi todo el Reino Unido  bajo una “democracia” -o en la Chile de Pinochet, bajo una dictadura- y todo ello se conjugó para que en ciertos casos, la lógica individualista efectivamente predominase pero en otros, como en la reforma del NHS (Sistema Nacional de Salud), a la que se opusieron básicamente, mujeres, es decir, las enfermeras, primó la oposición y el rechazo colectivos, bajo parámetros no racionales. Había una historia que defender y se la defendió en las calles. Finalmente, las “nurseries” parecieron tener más cojones que los mineros británicos.

Argentina debiera aprender estas lecciones de la historia. Pero ayer, la Ministra de Capital Humano, quien afirma admirar a Gary Becker, a quien conocí a inicios de los noventa por una charla que brindó en la Fundación Libertad de Rosario exponiendo sobre la conveniencia económica o no de casarse o tener hijos, amenazó con cortar subsidios y planes sociales a quien concurra mañana a la marcha piquetera opositora, primer test político-sindical al que se expone la Presidencia Milei. La Ministra usa el herramental teórico racionalista pero claro, también arriesga una respuesta que no preve. A veces, los actores sociales van a una protesta por tradición, por historia -aprenden de ella y está incluido allí el 2001- y hasta perciben: si en tal sentido, olfatean que el gobierno está débil, aún con la amenaza sobre sus cabezas de una eventual represión, concurrirán, no obstante cualquiera sea el castigo o desincentivo económico que imponga el gobierno.

Sólo la lluvia de mañana puede desalentar a muchos a concurrir y así, el gobierno podrá sortear el primer gran desafío a su gestión.

Párrafo final para Olson, quien contribuyó a mi formación e influyó notablemente en mis análisis políticos. El, como todo teórico, escribió en un contexto histórico. Cuando escribió su libro, tenía en mente obsesivamente criticar el “Proletarios del mundo, uníos”de Carlos Marx, es decir, la disposición de ir a una huelga o tomar una empresa con otros camaradas, sólo por el hecho de la ideología colectivista que nos motiva. Allí apuntó con su teoría racionalista. No tuvo en cuenta otras situaciones ni la totalidad de los eventos que pudieran inducir a conductas no necesariamente racionales. Tampoco le interesaban. Como buen científico, se conformaba con poco -pero útil-.

SALUD Y ECONOMIA

Pocos conocen que hace exactamente 27 años empecé a transitar el camino del estudio y análisis de la Economía y Gestión de la Salud, una subdisciplina de la Economía que indaga sistemáticamente sobre las interrelaciones entre el status de salud de una población determinada y la actividad económica, sin dejar de observar la organización institucional que influye sobre la conducta de los actores de un subsistema sanitario. Esto demuestra que, a diferencia de lo que afirma a menudo el Presidente Alberto Fernández por estas horas en el sentido de que “entre la economía y la salud” elige la segunda, justificando así su decisión de “sugerir” -al borde de imponer- la cuarentena nacional durante 3 semanas – o más- ante la inminencia de un contagio masivo por coronavirus que haría colapsar el sistema asistencial argentino, la economía y la salud no tienen por qué ser analizadas en términos de oposición binaria, sino que bien pueden complementarse.

Hay que destacar que la Economía y las Ciencias de la Salud tienen mucho más en común de lo que muchos detractores de ambos bandos, se encargan de socavar. Ambas son disciplinas positivistas, con claros objetos de estudio, con métodos rigurosos, que suelen apegarse a las estadísticas y favorecen la precisión de sus estimaciones, de utilidad para la toma de decisiones. Tal vez, la única gran diferencia es que en la Economía rige, como en ninguna otra, el principio de la escasez mientras que para la Medicina, hay una mayor inclinación a preocuparse por las necesidades ilimitadas de los humanos sin tener la misma actitud frente a los recursos.

A propósito de ello, será ilustrativo qué conclusiones pude haber extraído, tras un breve paso por la Fundación Libertad de Rosario (1989-1993), de aquella lejana experiencia profesional que duró desde aquel año hasta mi desvinculación de la Asociación de Clínicas, Sanatorios y Hospitales Privados de la Ciudad de Rosario en 2001, incluyendo una formación anual en gestión de recursos humanos en la Universidad Diego Portales, en 1995, en Chile, donde me tocó estudiar, financiado por el Grupo Villavicencio, el innovador pero polémico sistema Isapre. Mucho de lo que aquí comentaré, tiene una estrecha relación y por ende, vigencia, respecto al actual momento que vivimos, en torno a la “guerra” declarada contra el COVID19.

Fundación Libertad de Rosario, Foro de Salud, 2013.

La principal motivación que me guió para trabajar durante 8 años en un sector laboral hegemonizado por médicos, con todo lo que ello supone, tenía relación con mi presunción de que “la salud pública” no necesariamente mejora por el crecimiento de recursos y que muchos de sus resultados estaban vinculados con comportamientos individuales y reglas de juego que sí direccionaban positiva o negativamente a los actores.

Claramente, mi visión debía inscribirse a un debate histórico abierto entre sanitaristas y economistas. En el primer grupo, entre otros, lucía el actual Ministro de Salud de Fernández, Ginés González García (GGG), con su naciente Instituto Isalud -hoy Universidad privada-, con el apoyo de médicos públicos -casi todos, con doble empleo en el sector público-, profesores de las carreras de Medicina del país y por supuesto, paramédicos. En el segundo grupo, se alineaban economistas ajenos al sector salud, ocupados en think tanks como FIEL, Fundación Mediterránea-IERAL e IDESA, totalmente incomprendidos por el “mainstream” y quienes manejaban históricamente la organización institucional de la salud argentina. Mónica Panadeiros, Jorge Colina, Roberto Tafani, Osvaldo Giordano -hoy Ministro de Finanzas de la Provincia de Córdoba, entre otros, fueron algunos de los exponentes de ese importante conjunto de académicos que realizaron investigaciones pioneras en aquel campo.

Cabe destacar que aliados o rivales de los sanitaristas, aparecían los sindicalistas. Hay 4 modelos de organización de salud en el mundo: estatal y gratuita como el National Health Service británico, Canadá y media Europa, entre otros Italia y España, con gasto público per cápita inferior al promedio mundial, nula libre elección y resultados de health status mediocres; como opuesto, el privado, basado en seguros privados y actuariales de salud, vigente en Estados Unidos como país federal, con tecnología de punta y profesionalismo de primer nivel y el subsistema Isapre en Chile; una gran variedad de países en el medio, con sectores estatales y corporativos (ONGs), en desmedro de la medicina privada y, Argentina, el único país en el mundo donde hay una enorme fragmentación institucional: hospitales públicos, medicina privada diferente a la norteamericana y chilena pero sobre todo y ésa es su originalidad, un subsector financiado por los trabajadores formales y dirigido por sindicatos -y sindicalistas multimillonarios-, sin ningún control estatal válido.

Cuando el gobierno de Carlos Menem (1989-1999), sobre todo en su segundo mandato, bajo el liderazgo de Domingo Cavallo, su Ministro de Economía, pretendió encarar una reforma integral del sector salud, a los fines de rediseñar su organización, para hacerla más compatible con el modelo general que se intentaba aplicar, al estilo del ejecutado en Chile antes, aunque conservando algunas características de nuestro esquema autóctono, prácticamente no tuvo aliados y por lo tanto, su intento quedó condenado al fracaso. Apenas algunos técnicos e intelectuales se pusieron al frente de la formulación y ejecución de las políticas propuestas, con Cavallo como ariete, en un gobierno como el de Menem, al que también apoyaban los sindicalistas, pero incómodos y solapadamente enemigos de las primeras.

Es que la reforma de salud, la tercera en discordia, tras el éxito de la previsional (AFJP) y la de accidentes de trabajo (ART), apuntaba al corazón de la “caja” que financiaba a los gremialistas desde el “onganiato” militar (1966-1970): de allí su férrea oposición, a la que se sumaron médicos empleadores de prestadores privados, insuficientemente convencidos de las bondades del nuevo modelo y muy recelosos de la entrada de bancos y compañías de seguros al mercado de la salud. Todo el esquema propuesto por Cavallo, lejos de suponer un adelgazamiento del sistema, implicaba una eficientización, una transparencia inédita e incluso mayor cobertura, más auténtica que la histórica, además de direccionar fondos públicos a la demanda y no a la oferta, pero todo ello obligaba a una fuerte y poco deseable reacomodamiento de todos los actores, sobre todo en términos de gestión, calidad y evaluación ex post.

En esa instancia, entonces, quedó demostrado que uno de los sectores laborales más refractarios a toda reforma institucional, es el de salud, junto con el educativo. Tal conservadorismo no tiene relación con un buen desempeño, ni siquiera la solidaridad que decía y dice ofrecer el sistema. Por el contrario, insume muchísimos recursos y los resultados son muy mediocres, con tendencia a empeorar: enfermedades infectocontagiosas que reaparecen como el sarampión, otras nuevas como el dengue, que ilustran sobre lo mal que se trabaja en términos epidemiológicos; corrupción en todos los niveles -el seguro de jubilados (PAMI) es el ejemplo más demostrativo-; desigualdad notoria en el consumo médico y acceso a recursos -sobran galenos y aparatología en algunas regiones y escasean en otras-; el sistema no fomenta conductas saludables en la población: ha crecido la mal nutrición y la obesidad, más allá del hambre puntual que puede aquejar a alguna franja de la población en algunos conurbanos (Buenos Aires, Chaco, Formosa).

No obstante ello, de manera autista, GGG solía remarcar -como hoy- que el argentino es “un modelo en el mundo” -lo cual puede ser cierto en términos temporales y parciales -geográfica y tecnológicamente- y dependiendo de qué y dónde hablemos- y que todos sus problemas se remitían a un indeseado protagonismo médico y un exceso de consumo de fármacos, por parte de nuestra población, en función de la naturaleza oligopólica de la industria farmacéutica, donde compiten la nacional -afín a GGG- y la extranjera (norteamericana y británica). Ese fue su gran “caballito de batalla” -sin que nada científicamente lo corroborase- que lo prestigió ante sus pares y políticos (peronistas y radicales) para mantenerse en el candelero durante 3 décadas.

Estos antecedentes y su actitud soberbia explican en gran medida, la subestimación con que el propio Ministro tomó el caso del coronavirus: a fines de enero pasado, negó que la enfermedad llegaría a Argentina y ahora, influye sobre Fernández como nadie en el gabinete para que prorrogue la cuarentena obligatoria, porque teme que el número de contagios tarde o temprano haga explotar el sistema de salud que él siempre se negó a reformar en serio. Lo hace sin medir las consecuencias económicas pero también las sanitarias de semejante paro productivo y comercial: depresión por el encierro y eventual desempleo, fobias varias, violencia doméstica, trastornos por convivencia con niños y pareja, sedentarismo, etc. En una población psicoanalizada en exceso como la argentina, en condiciones “normales”, las sugerencias de GGG suponen un agravamiento de toda la situación y una enorme regresión en el “health status” de la ciudadanía.

Claro, por el contrario, debiera razonar que esta batalla puede empatarse al menos si se hace lo que nunca se intentó siquiera: que ese “elefante” sanitario que funcionó siempre fragmentadamente, sin coordinación institucional alguna, empiece a actuar con una racionalidad planificatoria de la gran cantidad de recursos -no insuficientes- con los que cuenta, que lo ponga al servicio de la salud pública. Así Fernández se dará cuenta que economía y salud van de la mano, no enfrentadas.

Máxime al gobernar un país donde el 40 % del mercado laboral se halla en la informalidad y la mitad de la población, sobre todo, niños, vive en situación de pobreza e indigencia. Para ellos, la economía no puede esperar y su propia salud depende de ella. Acaso sólo una propuesta sistémica que apuntale un proyecto de largo plazo orientado a maximizar este valioso capital humano, hoy marginado y excluido y donde la libertad de opciones, con un marco institucional estatal que las regule sin asfixiarlas, garantizando equidad, pueda devolverles la dignidad y oportunidades que ninguna cuarentena obligatoria les facilita.