CHILE: EL “DICTADOR BENEVOLENTE”, EL GATO Y EL RATON

No hay explicación válida del progreso y modernización chilena, sin subrayar el rol del General Pinochet. Cualquier alusión a los famosos “Chicago Boys“, los economistas monetaristas que pusieron los cimientos del plan económico de estabilización y crecimiento que inauguraría aquel primer período de gobierno dictatorial (1973-1982), o a sus colegas como Hernán Büchi Buc, quien lo remozaría con inusitado vigor, a partir de 1986 hasta diciembre de 1989, posibilitando esa recuperación, su propia candidatura a Presidente, no sería suficiente para entender aquel gran despegue, el mismo que sigue siendo modelo en Latinomérica, a pesar de las protestas de hace más de un año. El liderazgo de Pinochet, quizás inédito respecto a su larga profundidad, coherencia y convicción en torno a un modelo económico pro-mercado, algo raro en un militar latinoamericano prototípico, más proclive al industrialismo desarrollista, es la principal variable explicativa del “milagro chileno”.

Pero además de esta faceta de modernizador a lo Lew Kwan Yew sudamericano, Pinochet era un “gallo” -como suele usarse en la jerga callejera chilena-, problemático en cuestiones como derechos humanos (DDHH). Su notorio y crudo autoritarismo, entendible no al estilo latinoamericano, dada la originalidad del profesionalismo prusiano de las FFAA chilenas, sólo justificable en función de la dura experiencia de la Unidad Popular (UP) allendista (1970-1973), no tiene parangón excepto con la dura y prolongada dictadura brasileña (1964-1982). Sin dudas, la dictadura pinochetista fue exitosa, por la performance macroeconómica pero también por la política social (jubilaciones, salud, educación y sobre todo, vivienda), tan contrastantes con su predecesora, la única experiencia socialista que llegó al poder vía elecciones en el mundo. Aún así, también mostraba sus logros por la eficacia con que enfrentó lo que Pinochet llamaba explícitamente, el desafío de “extirpar el cáncer marxista”, incluso en contra de la propia Administración demócrata norteamericana de Jimmy Carter, resuelta a castigarlo por las violaciones de DDHH.

Tal eficacia, tan diferente al caso de las inoperantes y corruptas dictaduras militares argentinas, hasta pudo plasmarse institucionalmente. El pinochetismo no sólo se prestó a competir dos veces en sendos plebiscitos (1980 y 1988), el primero de ellos, victorioso por amplia mayoría pero sin registros electorales y el segundo de ellos, perdidoso aunque aceptando la derrota, a regañadientes y con la presión de Estados Unidos con Ronald Reagan a la cabeza. A través de la Constitución de 1980, planteó innovaciones institucionales, como un sistema electoral binominal para asegurarse la presencia de una sólida derecha opositora en el Congreso; nueve (9) senadores designados y vitalicios; Comandantes militares inamovibles; la prohibición legal de la actividad del Partido Comunista; una parte dogmática que defendía como ninguna otra Carta Magna moderna, la propiedad privada, etc., todas ellos, denominados como “enclaves autoritarios”, que lograron sobrevivir a tres décadas de democracia.

La democracia chilena, de cuyo origen pude ser testigo directo, con mi entonces novia Alejandra, en diciembre de 1989, fue claramente pactada. La Concertación de Partidos por la Democracia (CPD) el amplio abanico de partidos que ganó el plebiscito por el “No” y luego ganaría la elección a Büchi, debía respetar todo el modelo económico e institucional prefijado por Pinochet, además de tolerarlo como Comandante en Jefe del Ejército. Para ello, en el año y medio que transcurrió hasta el comicio presidencial, la dictadura generó una innumerable cantidad de “leyes de amarre” que cristalizaron las decisiones que a Pinochet le interesaba preservar.

Como si esto fuera poco, el contenido del pacto que garantizaba esta suerte de “democracia tutelada”, que sería la chilena, abarcaba la cuestión de los DDHH. Pinochet no sería responsabilizado ni imputado ni procesado por desaparecidos pero tampoco sus oficiales subordinados. Aún así, sólo el siniestro General Contreras, al frente de la oscura DINA (Dirección Nacional de Inteligencia), sería imputado y hasta detenido por dichas acusaciones, incluyendo el atentado contra el ex Canciller de Allende, Orlando Letelier, en la mismísima capital norteamericana, Washington DC.

En dicha transición, que bien podría tomarse como ejemplo a nivel mundial, no sólo continental, hubo dos actores fundamentales: Renovación Nacional (RN), uno de los dos grandes partidos de la coalición de la derecha -el otro era la UDI, de raigambre pinochetista- y la Democracia Cristiana (DC), cuyos dirigentes, Gabriel Valdés, Eduardo Frei-Ruiz Tagle y el propio Presidente Patricio Aylwin, fueron los artífices del diálogo para alejar a los extremistas o violentos que todavía jugaban la carta del enfrentamiento contra la Constitución Política. Por ejemplo, hubo unos 200 atentados y sabotajes mensuales por parte del Frente Patriótico Manuel Rodríguez (FPMR), para socavar tales negociaciones orientadas a una trayectoria pacífica y ordenada. Pero el propio Partido Comunista dirigido por Luis Corvalán, había convocado a deponer las armas, al menos por un tiempo, dándole un cheque en blanco a Aylwin, de tal manera de no provocar al pinochetismo, que conducía todavía un Ejercito unido y prestigioso.

Tras un nuevo plebiscito para legitimar el pacto entre la dictadura y la oposición, en torno a la Constitución, en julio de 1989, que tuvo el apoyo del 85 % de la población y el triunfo de Aylwin, con un 55 % de los votos el 14 de diciembre de aquel año, incluyendo en la campaña, el primer debate electoral televisado en Latinoamérica, la historia de Chile a lo largo de toda la década del noventa, transcurrió sin demasiadas alteraciones hasta que el “viejo pillo” cometió un error. Claro, se sentía impune pero subestimó el poder de la globalización, que también haría lo suyo con el dictador serbio Milosevic en 2002.

En efecto, a partir de octubre de 1998, la estadía de Pinochet en Londres sería un karma, a partir de la denuncia del Juez español Baltasar Garzón, empeñado en enjuiciarlo y condenarlo por las violaciones de DDHH. El 2 de marzo de 2000, la Cámara de los Lores no le permitiría la extradición a España y por el contrario, por razones médico-humanitarias, lo habilitaría para regresar a su amada patria. Anciano, casi sin caminar, aquejado por la diabetes y la enfermedad coronaria, Pinochet había logrado así sortear a las autoridades judiciales británicas y españolas. Apenas llegó al aeropuerto trasandino de Pudahuel, se bajó de la silla de ruedas y caminó, como si no tuviera dolencia alguna. Se había salido con la suya una vez más, como cuando antes, le había negado a Aylwin, retirarse de la Comandancia del Ejército, aduciendo que toda el edificio democrático estaría más seguro con él en ese rol, que fuera del mismo.

Sin embargo, sus últimos seis años de vida en Chile, no serían ya como los precedentes. La cruzada internacional contra Pinochet, tendría sus efectos a nivel local. Las organizaciones de DDHH y hasta los jueces chilenos ahora se animarían a incomodar su estadía en el suelo nacional. Cada vez más enfermo, desaforado del Senado, sometido a juicios por una u otra causa y lo más grave, descubiertas sus 125 cuentas privadas y hasta ese momento secretas, en el norteamericano Banco Riggs, Pinochet, ahora sí, bajo arresto domiciliario, culminaría sus días en este planeta, internado en el Hospital Militar de Santiago, el 10 de diciembre de 2006, a los 91 años de edad.

Paradojas del destino: aquellas cuentas fueron descubiertas producto del atentado a las Torres Gemelas, otro 11S -una fecha especial para Pinochet por el golpe militar contra Allende-, pero del 2001, cuando empieza la guerra contra el terrorismo y entonces, se levanta el secreto bancario, para detectar las redes de financiamiento legal de las organizaciones terroristas.

Las causas judiciales pendientes, que tuvieron al Juez Guzmán, otrora admirador del pinochetismo y a la postre, reconocedor de los crímenes de lesa humanidad, más el el hallazgo de las cuentas en el exterior, terminaron de mancillar la imagen ya alicaída de Pinochet. Ya no era el General prusiano austero, que visitaba el Regimiento de Buín, por las noches, como un camarada más, como lo hice yo mismo, invitado por un ex oficial retirado, compañero mío en el Diplomado en RRHH que cursara en la Universidad Diego Portales en Santiago en 1995. Ya no tenía por qué ser tratado en su funeral, como hombre de Estado y mucho menos, enterrado como un héroe, en la Escuela Militar Libertador O’Higgins. Apenas un velorio con cajón semidescubierto que permitió que una muchedumbre pasara a visitarlo en el propio seno de la Escuela que lo acogiera y una reprimenda y otorgamiento de la baja a su propio nieto, quien emitiera un discurso ofensivo para la ex Presidenta Bachelet, fuera de protocolo. Todo ello demostraba que el propio Ejército estaba molesto e incómodo con su viejo General.

Así terminó la novela física de Pinochet. Como un “viejito pícaro”, logró engañar durante mucho tiempo a muchos, pero no pudo hacerlo ya sobre el final, cuando terminó rodeado sólo de sus más allegados, incluso jóvenes becarios de la Fundación de su propio nombre. Sus cenizas están en una diminuta capilla privada de su fundo en Los Boldos, en las afueras de Santiago.

Su larga sombra, aún cuando todavía hay muchos chilenos que lo veneran en las redes sociales, aún conserva tiempo para despedirse. Seguramente, cuando se vote la nueva Constituyente y con ella, por qué no, una nueva Constitución para Chile, allí sí, su influencia tal vez deje de dividir irreconciliablemente a los chilenos, como desde hace 47 años.

Acerca de Marcelo Montes

Doctor y Magister en Relaciones Internacionales. Politólogo. Profesor universitario, área Política Internacional. Analista de la política exterior de la Federación Rusa. Investigador. Columnista de medios de comunicación escrita, radial y televisiva. http://consultoriayanalisisrrii.blogspot.com.ar/ https://twitter.com/marceloomontes
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