EL INICIO DEL “AMERICA FIRST”: EL “FAR WEST”

El sello distintivo del discurso que catapultó a Donald Trump a la Presidencia de Estados Unidos, en noviembre de 2016 y que sería el sello de buena parte de su primer mandato, fue y es, la prioridad otorgada al interés y bienestar de los propios americanos, lo cual se condensa en su expresiva “America First”. Al tratarse de un velado reproche a las gestiones anteriores de la Casa Blanca de las últimas tres décadas por lo menos, incluyendo las republicanas y obviamente las demócratas que priorizaron la contribución de Estados Unidos a la globalización y asi, a sus potenciales rivales como China, en realidad no es una fórmula novedosa. Por el contrario, recoge la más genuina tradición de la “excepcionalidad americana”, aquello que lo hizo original, diferente y poderoso al “gran país del Norte”, lo mismo que lo llevaría a atribuirse el derecho a expandir la democracia y el capitalismo alrededor del mundo.

Porque esas 13 colonias de la costa este lindante con el Atlántico, que nacieron de las diásporas de peregrinos expulsados por las guerras religiosas europeas en el siglo XVII que sellaron el Pacto del Mayflower para construir una sociedad inédita, igualitaria, rousseauniana y con una elevada catadura moral puritana, desde sus inicios, se plantearon ser forjadoras de un “Destino Manifiesto”. Fueron edificando sus cimientos desde el autogobierno democrático local, pasando por su independencia (fiscal y militar) de la hegemónica e imperial Gran Bretaña y luego, paso a paso, ampliando la frontera hacia el oeste inexplorado, virgen, habitado por tribus indómitas de indios salvajes.

Además de la compra de Alaska al poco visionario Zar ruso en 1867, la adquisición de la Louisiana a los franceses, por parte de Jefferson en 1803, al oeste del Río Mississipi, fue decisiva para estimular la colonización de miles y miles de americanos, además de gentes de otras latitudes (chinos, japoneses, judíos, hindúes, hasta chilenos y peruanos). Incluyendo la mítica batalla del Alamo (1836), el triunfo sobre los mexicanos en el bienio 1846-1848, permitiendo anexar Texas, California, Arizona y Nuevo México -equivalente a la pérdida del 50 % del territorio para el país vecino-, le dio mayor certidumbre al horizonte del proyecto colonizatorio al que se le sumó la “fiebre del oro” (1848-1849). En cualquier caso, fue el “America First” del siglo XIX, porque semejante empresa civilizatoria, se hizo con la anuencia del Estado americano, pero por cuenta y riesgo de los propios colonos: tal aventura implicaba, priorizar la territorialidad americana, ampliándola, urbanizándola, conectándola vía el ferrocarril. Ello explica por qué y a diferencia del resto del continente, Estados Unidos pudo plasmar el sueño hamiltoniano de una industria nacional fuerte y pujante, “protegida”, sí, pero naturalmente, por la gran expansión de su geografía habitable y cultivable.

Esa conquista del “Far West” no fue nada sencilla. El cine de Hollywood ha hecho innnumerables reconocimientos a tal proeza humana. Tal vez de manera edulcorada y un tanto nacionalista ostentosa, “for export” luego de la II Guerra Mundial: Gary Cooper, James Stewart, John Wayne, Robert Mitchum, Richard Widmark, Henry Fonda, Anthony Quinn, Clint Eastwood y tantos otros actores han protagonizado recordadas películas donde personificaban a los vaqueros, pistoleros, “cowboys”, incluso “sheriffs” y “marshalls”, que con sus caballos y revólveres inventados por Samuel J. Colt, se batían en duelos memorables, aquellas formas nobles de dirimir reyertas, venganzas, “cazar recompensas” o cobrar viejas deudas pendientes entre sí o con forajidos, deseosos de asaltar las caravanas de miles de migrantes que surcaban las praderas hasta poder instalarse y fundar poblados.

Los delincuentes también tuvieron sus historias: Billy The Kid que moriría con apenas 21 años, Joaquín Murrieta, Sundance Kid, Butch Cassidy, Jesse James, etc. Igualmente, los caciques o líderes indios como Toro Sentado, Tekumseh, etc. así como los blancos que simpatizaban con ellos, fueron objeto de leyenda: “Caballo Loco”, personificado por el irlandés Richard Harris, el teniente Dunbar de “Danza con lobos”, escenificado por Kevin Costner y tantos otros. En el medio, cabe citar a personajes como Davy Crockett, Daniel Boone y hasta Buffalo Bill, gran cazador de bisontes, que podía entenderse muy bien con los indios, aunque peleara contra ellos, del lado del Ejército federal.

Esa mirada hollywoodense, sumado a la versón italianizada, más parodial, que construyó el “spaghetti western, el de Lee Van Cleef, Franco Nero, Bud Spencer y Terence Hill, que se complementa con las series de los años sesenta y setenta, como “El llanero solitario”, “Bonanza”, “Valle de pasiones”, “El Gran Chaparral”, “El hombre del rifle” y “La familia Ingalls”, tal vez, no era lo suficientemente descriptiva del tremendo escenario de cambio social, económico y hasta ecológico que implicó aquella fenomenal proeza.

Muchos de los colonos eran sectas religiosas, como los mormones, lo cual les permitió avanzar en grupos fervorosos, autoorganizados y solidarios, lo cual les permitió continuar y afrontar con estoicismo la larga travesía, plagada de obstáculos: los robos a las carretas y diligencias, el cuatrerismo (hurto de ganado), la amenaza india y las enfermedades mortales como la disentería y el cólera. La trata, o sea, la compra y venta de mujeres para la prostitución, ya era común por aquellos años, considerando la gran cantidad de hombres dedicados a actividades económicas como el trabajo en las minas, el cultivo de cereales, la cría de ganado vacuno o la instalación de vías férreas o postes de telégrafo. Ellas eran clave para los burdeles y saloons, donde también los hombres montaban casas de apuestas. Pero la “otra mujer”, la de la familia, tenía un doble papel: en el hogar estrictamente, con el cuidado de sus hijos pero sobre todo, a cargo de la educación pública, civil y religiosa. Las viudas que se habían convertido en pioneras y las amerindias, también eran protagonistas de la vida civil en los nuevos asentamientos. Las condiciones climáticas y sobre todo, los inviernos, tampoco eran muy estimulantes para aquellas primeras sociedades del “Lejano Oeste”.

La ocupación de los pioneros no sólo implicó un gran cambio ecológico, expandiendo la frontera del alambrado de campos y cultivos, sino también demográfico expulsatorio: desplazó definitivamente a mexicanos e indios, condenando a estos últimos, expoliados y diezmados luego de sangrientas guerras famosas, a las reservaciones del Estado federal. La “fiebre del oro” californiana, por ejemplo, supuso la caída de la población aborigen de 150.000 almas a 30.000 en 25 años, en las cercanías de San Francisco, ciudad que creció al mismo tiempo, de la mano de las raza blanca y amarilla, exponencialmente.

Todo ese tipo de adversidades pero también epopeyas, construyeron el mito del esfuerzo y sobreesfuerzo americano, personalmente responsable, arrollador, exitoso, capaz de lograr lo imposible y desde esa autoestima colectiva, se fueron construyendo los pilares de una nación que luego en el siglo XX, sobre todo, en su segunda mitad, lideraría el mundo.

La pregunta que cabe hacerse es si el entusiasmo de Trump por esa idea del “America First” es justificado, considerando que el mito del “Far West” tuvo algún componente racista pero al mismo tiempo, implicó una aceptación y hasta una búsqueda deliberada de la nación americana, aún con su propio camino -expansionista- por un lugar en el mundo. Precisamente, no parece ser ésa la intención del discurso trumpiano, más inclinado a retraer o replegar el espíritu americano hacia dentro y así, tornarlo incompatible y hasta confrontativo con el resto del globo.