DE CRIMENES GRUPALES Y RACISMO

Fue, junto al terremoto en Turquía y Siria, la novedad del día. Por fin, se conoció la sentencia contra los ocho jóvenes rugbiers de Zárate por el crimen de Fernando Báez Sosa en el balneario de Villa Gesell en el verano de 2020, antes de la pandemia de Covid-19: cinco fueron condenados a cadena perpetua y tres a 15 años de prisión, acusados de homicidio doloso por un tribunal de la ciudad de Dolores.

Más allá de la cuasi normalidad de las peleas nocturnas, a la salida de los boliches en numerosos lugares del país, los fines de semana, por parte de banditas de adolescentes, influidos en gran medida por exceso de alcohol y en algunos casos, drogas, el caso del asesinato del joven argentino de ascendencia paraguaya Báez Sosa, remite a discusiones interminables y hasta banales en torno a la supuesta violencia del rugby como deporte, la psicología violenta de los grupos juveniles, más allá de la responsabilidad individual o, la crianza familiar de los protagonistas.

En mi caso, apenas me enteré del hecho, estando en ese momento en Mar del Plata, antes de quedar varado por la cuarentena de entonces, recordé los dos casos de “bullying” que sufrí en mi adolescencia. Una, en el colegio, por parte de un ex compañero, proveniente de una familia adinerada, dueña del Diario La Capital de Rosario, quien me salivaba en los recreos, con total desparpajo, despreciándome por el color de mi piel mestiza. La otra, un poco antes, cuando cursaba el séptimo grado en el colegio pero en la instancia de mi aprendizaje del idioma inglés en un instituto privado (IATEL), por parte de alumnos del Colegio Maristas de Rosario, socios del Jockey Club de la misma ciudad y también, al igual que el joven Lagos,  precoces jugadores de rugby.

La vida fue poniendo justicia, jamás me caí anímicamente por aquellos episodios, tuve la defensa de mis padres, sobre todo, mi madre, pero además, me fui fortaleciendo hasta incluso perdonarlos con el transcurso del tiempo. Sin duda, que ayudó mi sobreesfuerzo para convertirme en abanderado y superar el nepotismo histórico premiando a hijos de profesionales o ex alumnos del propio colegio. De hecho, en tal sentido, hubo un protagonista clave, el Padre Reverendo Bruno Ierullo, quien arbitró justicia, como el tribunal de Dolores, hoy. No quiero dejar de mencionar a mis amigos de entonces -y ahora- quienes desconociendo aquel “bullying” me apoyaron siempre, sin condiciones.

Pero siempre me pregunté si ese “bullying” hubiera pasado al ámbito de la violencia, de los golpes de puño, si yo mismo hubiera reaccionado, con toda razón, como pudo haber intentado, sin éxito el propio Fernando en aquella noche fatídica de Villa Gesell. Probablemente, hubiera terminado de la misma manera que él, en soledad, con la indiferencia o el famoso “no te metás” de los demás testigos, porque nadie en esta cobarde Argentina, enfrenta en su sano juicio a una banda de 7 u 8 jóvenes irracionales. Afortunademente, las cámaras de video instaladas en las calles del Municipio pero también las propias filmaciones de los rugbiers, permitieron desentrañar la siniestra madeja del crimen. Los condenó su propia vanidad.

El trasfondo de todo es el racismo implícito, del que no hablan los grandes medios, hace décadas latente, en buena parte de la sociedad argentina, que se autopercibe “venida en los barcos” desde Europa. Donde probablemente, algunos, lamentablemente, por status social o lo que sea, se autoperciben más que otros, en esa caracterización. Mientras no se combata ese flagelo en el sistema educativo y se castigue ese tipo de conductas, de manera institucional, habrá más Fernandos desgraciados y más Máximos Thomsen, seres absolutamente despreciables.

Ojalá el fallo de hoy obre como una suerte de bisagra al respecto. No pierdo la esperanza.

DECADENCIA U ORIGINALIDAD?

En algún momento, triunfó Fontanarrosa y se hizo “normal” el vocabulario con “malas palabras” o insultos sin ninguna necesidad, incluyendo los medios de comunicación. Hacerlo es sinónimo de creer que uno se identifica con la gente común y por lo tanto, tal popularidad garantiza ayor audiencia o “rating“.

En algún momento, el desapego a la palabra empeñada se transformó en habitual y entonces hasta fue festejada la transgresión. La conducta honorable ya no fue ejemplaridad y por el contrario, empezó a verse como objeto de burla.

En algún momento, la vulgaridad ganó espacio como nunca. En los videographs de los noticieros se visualizan errores groseros de ortografía. Los panelistas no convocados por sus experticias o saberes en un tema sin por otros atributos no necesariamente meritocráticos, gritan sin escucharse los unos y los otros. Pero también lo hacen las conductoras, como si estuvieran en su propio ámbito privado. Lo chabacano es ley porque no existe la mesura ni el autocontrol. El crimen de Villa Gesell ha ilustrado como nunca antes, esa hegemonía del exceso (atroz): tal vez estremezca, porque se trata de jóvenes de clase media.

Podría seguir con un listado de conductas o acciones que veo y analizo a diario, en la calle, en el trabajo, en los diferentes ámbitos públicos en los que nos movemos. Tal vez, al igual que el cine, la música rock nacional de los años dos mil, refleje mejor que nada, ese ocaso al que nos referíamos. Estos dos videos pueden ser ilustrativos de él, con la tolerancia a la indisciplina laboral y el culto a la apropiación de lo ajeno.

Algunos dirán que mi reflexión es la de un conservador nostálgico de tiempos que tampoco eran lo que “imagino” o que el cambio tecnológico o el reino de lo políticamente incorrecto, han ganado terreno no sólo en Argentina sino en el mundo, por lo que esta vulgarización que describo es generalizada.

También podría decirse que esta Argentina anómica, violenta y -paradójicamente- sin reacción, está encontrándose a sí misma, al desnudo, mostrando tras 36 años de democracia, lo que realmente es o, ha sabido construir, sin tutelajes de ningún tipo, a diferencia de otras sociedades. Esa es su originalidad, aunque duela.