“LUI”

La crisis de los ’40, los ’50 o los ’60 o, simplemente, los devaneos y contradicciones de un adulto casado -o en tren de separación con amante incluida-, padre de dos niños, haciendo un balance de su vida, donde abundan los reproches a su ex, amante de su ex, sus padres, sus hijos, mejores amigos, etc. etc. etc., pero sobre todo, a sí mismo. En el medio, la excusa de su necesidad de inspiración musical -es compositor- y por lo tanto, la opción de irse a vivir a una isla de Bretaña, en el Atlántico francés.

Buenos diálogos, mucha autorreflexividad, un tanto oscura la fotografía, aunque acordes con la cabeza neblinosa del protagonista y un buen reparto para esta película francesa donde grandes actores como Mathieu Kassowitz y Nathalie Baye aparecen como secundarios. Dirigida y superprotagonizada por Guillaume Canet, la sugiero aunque no de manera ultra entusiasta, sino más bien para quienes se sientan identificados/as con la trama.

“MESTEREN”

No todo es lo que parece en esta película estrenada en 2017, por el cine danés, que como Uds. saben, me fascina por la madurez y también creatividad, de sus guiones.

Puede ser una película sobre la típica rivalidad entre un padre y un hijo varón, sobre todo, si el primero es célebre y exitoso en su arte y haya dejado a su madre por una más joven, pero tan pronto, como se va desenvolviendo la trama, se descubrirá que los conflictos irán evolucionando hacia un desenlace imprevisto, no muy acorde con lo que esperábamos al inicio.

En el contexto de competencias intergeneracionales atizadas por las nuevas tecnologías, los detalles de este buen film de Charlotte Sieling -la directora de la afamada serie “Borgen”– no pueden desdeñarse y mantendrán en vilo al espectador hasta el último minuto.

Altamente recomendable.

UNA MATERNIDAD DEMASIADO OSCURA

No puede ser definida más que en esos términos la mirada que nos ofrece la actriz y flamante directora neoyorkina Maggie Gyllenhaal – a quien conocimos protagonizando a una ninfómana en “La secretaria” (2002)-, en su película “The lost daughter” (“La hija perdida”). Conocido en Netflix con el título de “La hija más oscura”, este film representa la deconstrucción de la maternidad testimoniada de manera directa por una profesora universitaria burguesa, cercana a la mitad de su vida, con 2 hijas de más de 2 décadas.

Olivia Colman, Maggie Gyllenhaal y Dakota Johnson

La protagonista de la historia, a cargo de la genial actriz británica Olivia Colman, a quien ya habíamos visto en “La favorita” (2018), se va de vacaciones a la paradisíaca costa griega y allí, a partir de su experiencia con una familia numerosa que llega al lugar, sobre todo, con una madre joven y su niña, empieza a remorderse con sus sentimientos, recordando su propio pasado en ese rol. La sensación que transmite su sentido de la maternidad, es tortuosa, atormentada, totalmente perturbadora, con infantes histéricos a quienes no puede acariciar ni gerenciar, con un marido tan intelectual como ella que tampoco colabora demasiado en el cuidado de las niñas hasta que aparece el típico amante, otro profesor a quien admiraba.

Toda la deconstrucción propia, en abierto contraste con la familia que comparte sus vacaciones, es típica de una mirada feminista radical, donde no se entiende que la madre puede tener también momentos placenteros con los niños, sin caer necesariamente presa del hartazgo. Parece ausente la imagen del hombre, en su papel de colaborador en el cuidado o, en el caso de la familia turista, sólo ideado como mafioso, machista o mentiroso, excepto el papel de Lyle (un veterano Ed Harris), el cuidador de la casa de descanso de la protagonista.

Con un final poco claro, algo contradictorio con el resto del guión tan pesimista y lúgubre sobre la maternidad, el film, creo, aporta una óptica alternativa, que se precia de realista, bienvenida si es que, algunas mujeres -y hombres- creen todavía hoy, que la mujer debe ser una Penélope que sólo trae hijos al mundo y siempre debe estar angelical y rozagante, al servicio de su “macho”. Pero al mismo tiempo, corre el riesgo de quitarle a la maternidad, ese carácter hermoso, ese vínculo tan especial entre madres jóvenes y niños felices, con sus caritas de inocentes, de seres libres, cuyos “berrinches” son también parte de la vida. De esa libertad “natural” que tantos pensadores a lo largo de los siglos rescataron y que, luego, a medida que el ser humano evoluciona, será acorralada por la vida en sociedad.

El realismo de la maternidad que intenta ofrecer la película, de ningún modo, merece opacar ese otro mundo, el de las miradas de complicidad mutua, el carácter lúdico de las relaciones, la satisfacción de los caprichos, la organización especial de los cumpleaños infantiles, la calidez de los mimos, los cuentos de las “buenas noches”, donde el hijo o la hija echan su imaginación a volar, de la mano de su madre -o padre-.

Por todo ello, “no todo es histeria, Maggie, no todo es agobio”. Hay tiempo para otras bellezas -y disfrutes- en la maternidad, sin que ello perturbe u obstaculice las posibilidades de autorrealización profesional de la mujer.