UNA AMAZONIA BRASILEÑA DIFERENTE

Amazonia, biodiversidad, naturaleza (en portugués, “natureza”) en todo su esplendor. Bañada por la cuenca hidrográfica más grande del mundo, la del Río Amazonas, se trata de la décima parte de todos los bosques que tiene este planeta, la mayor diversidad de especies vegetales y un quinto de todas las especies de aves del mundo. Por ello, sinceramente, esperaba -y ansiaba- encontrar un territorio absolutamente verde, pero selvático, inhóspito, virgen, sin infraestructura alguna, con animales salvajes surcando las rutas.

Claro, al mismo tiempo, resultó triste ver la desertificación y sojificación de la Amazonia, proceso que empezó hace décadas: fue continuo, persistente, hasta inexorable y ni siquiera el Partido Trabalhista con Lula y Dilma en el poder, pudieron evitar a pesar de sus banderas ecologistas.

Por ejemplo, mientras cerca del Río Madeira, hay patos, lo que empieza a haber, al borde de caminos casi intransitables, es ganado vacuno además de ovino y caprino. Mala noticia para los argentinos, que liquidaron su stock ganadero en los últimos 30 años, sobre todo, los últimos 14.

Así, contrariamente a lo esperado, encontramos una Amazonia bastante civilizada, urbanizada, con aldeas indígenas, con 4×4, casas y antenas satelitales; con aborígenes vendiendo artesanías a los costados del camino; los jóvenes absorbidos por sus celulares; casi la mitad de la ruta ya asfaltada, con no pocas estaciones de servicios (en portugués, “postos”), todo ello contrastante con el espectáculo paisajístico más virginal, que esperábamos hallar y no tuvimos.

Hubo sólo pocas excepciones a la civilización. Una de ellas, el camino. Todavía hay tramos importantes de las rutas, unos cientos de kilómetros, en estado casi imposible de transitar, según los nativos, en virtud de las copiosas lluvias que destruyen los caminos que todavía no se han asfaltado y están en proceso de hacerlo: existen abundantes “atoleiros” (grietas) y “buracos” (baches), que hacen que el conductor escoja entre tirarse a la banquina (inexistente) o se sumerja en ese pozos gigantescos, lo cual transforma al dilema en uno sólo: romper el auto.

En algún momento pareciera que el camino “mejora” porque pasaron las topadoras recientemente pero el barro removido genera otro tipo de peligros al conductor, sobre todo, cuando llueve enseguida, algo que ocurre a menudo.

Esos carteles de “fin del asfalto”, son visualizadas como verdaderas maldiciones del más allá, para con los valientes (o locos) que osamos transitar por allí. Como si todo ello fuera poco, para que tampoco se crea que todo es verde en la Amazonia, a la vera del camino, se levantan paredes de roca, naturales pero también hechas por el hombre, para acumular sedimento al construir la ruta, que rodean virtualmente, por derecha e izquierda, a los conductores.

Gracias a la destreza de mi novia Ekaterina, graduada como piloto de Dakar en esas rutas, logramos salvar el Fiat Palio, aunque otros más experimentados como los polacos que encontramos en Humaitá, en 4×4, no pudieron decir lo mismo.

 

Sabíamos que habían pocas estaciones de nafta en el itinerario, pero no pensábamos encontrar estas piezas de museo.

A las dificultades y carencias del camino, debe sumarse el hecho de que está surcado y atravesado por ríos, muchos de los cuales son gigantescos y largos, como el propio Amazonas, el Paraná -que llega hasta Argentina- y el Madeira. Hay puentes muy precarios, los hay en construcción pero donde no existen aún, un sistema de balsas reemplaza esas ausencias.

La otra excepción se refiere a los seres vivos. Salvo el millón de mosquitos y parientes, que hay a lo largo de todo el trayecto, ya no hay animales salvajes a la vista de los seres humanos, y estas fotos testimonian los pocos que hay, a la vera del camino: una tortuga, una víbora y un lagarto.

Era una locura hacerlo en un auto cinco puertas y no en una SUV, pero el gusto no los dimos, pudimos y sobrevivimos para contarlo. Es más, si no hubiera sido por mi propia torpeza de intentar llegar a un punto de apoyo antes del anochecer, forzando en exceso la velocidad del auto y romper así dos neumáticos (una de auxilio), el viaje hubiera sido impecable desde todo punto de vista. Producto de ese percance, hasta tuvimos que dormir una noche en pleno corazón de la Amazonia.

Respecto a la ruta, para aquellos que quieren repetir nuestra experiencia, les cuento que salimos de Belem do Pará al norte de Brasil, hacia el sudoeste, en dirección a Humaitá, a 2.350 kilómetros, al interior de la región amazónica. Tomamos la Ruta BR155, recorrimos Moju, Itapeua, Tailándia (a 256 km.), hasta Vila Tucuirí (422 km.), aunque ya allí afrontamos 80 km. de tierra, más bien arenosa, un trayecto que nos tomó desprevenidos, al anochecer. De allí, nos dirigimos por la Ruta 422, a Novo Repartimento, ya a 511 km. de Belem, donde se erige una primera usina hidroeléctrica, la de Tucuirí.

A partir de allí, subimos levemente hacia el sudoeste, tomando la dificílisima “Rodovía Transamazónica” (Ruta BR230), que proyectada en 1969, nace en el Estado de Paraíba, alcanza un total de 4.977 km. de recorrido y que no imaginábamos, sería tan ardua de sobrellevar. Luego, Pacaja, Amapu (donde tomamos la primera balsa hacia Vitoria do Xingu), Belo Monte do Pontal -donde se halla situada la famosa megarrepresa con la tercera capacidad hidroeléctrica instalada más grande del mundo, operando desde 2015 y a finalizar en 2019– y, sobre el propio Río Xingú, Altamira -el Municipio por su extensión más grande del mundo, incluso que muchos países europeos-y Medicilándia, donde realmente se termina el asfalto.

Esta es una foto aérea de la impresionante represa de Belo Monte, cuyo daño ambiental es enorme, inundando 500 km. cuadrados alrededor, provocando entre otras cuestiones, el desvío de cursos naturales de ríos, afectando la pesca y el desplazamiento de 20.000 indígenas (como la etnia Munduruku) que habitaban la región. 

Hasta allí, pensábamos que recorrer Amazonia era “un juego de niños” y no sabíamos cuan equivocados estábamos. La velocidad necesaria para afrontar el camino,  iría disminuyendo primero a 60 km. por hora, luego a 40, finalmente hasta 20 y en segunda. El deseo de que no llueva para que no se agrave el camino, resulta lógico pero choca contra la realidad en una zona donde sobran los factores pro-humedad. Nunca desearía tanto en mi vida, divisar a lo lejos, el asfalto.

Desde allí, hasta Uruará, empezaron los peores trechos del camino: se trataba de unos 100 km. de ripio, sinuosos, estrechos, peligrosos. Como nos acostumbramos a leer en portugués, de otros viajeros, en Internet: “pista estreita, perigosa, degraus na pista, na época chuvosa”. Desde Uruará, pasando por Placas hasta Rurópolis, hay unos 149 km. Allí se reiniciaba el asfalto pero sólo por 30 km. Siguieron Campo Verde y Mirituba y desde allí, debimos cruzar el Río Tapajós, en otro ferry a Itaituba, una población importante con hoteles, estaciones de servicio, bares y restaurantes. Ya habíamos recorrido hasta allí, 1.304 km. desde el comienzo del recorrido, allá en el norte. Pero nos quedaba aún lo peor.

Un pequeño paréntesis. Arriba de Itaituba, al norte, se halla Fordlándia. Debe su nombre a un intento del legendario Henry Ford por generar una ciudad industrial dedicada a la fabricación de autos de su marca, considerando la cercanía con la materia prima, el caucho, tan abundante en ese núcleo forestal de la Amazonia. Ese sueño se frustró y la ciudad aparece hoy abandonada. Volvamos al camino.

Luego de atravesar el Parque Nacional de Amazonia, sin ser humano a la vista, excepto algún guardaparque y un solitario con machete y escopeta que nunca falta en estos parajes, a casi 400 km. de Itaituba, arribamos a Jacareacanga. Llegamos al mediodía, pero luego de todo un día viajando tras lo cual, rompí dos neumáticos y eso nos obligó a detener nuestra marcha y dormir en pleno corazón de Amazonia, a la espera de algún auxilio a la mañana siguiente. Unos 150 km. más allá, está Vila do Sucundurí, donde dormimos en un pequeño hotel y repusimos combustible. Allí, donde no hay postos pero sí surtidores, suelen a veces, perderse personas concretas adentrándose en la selva, arriesgando sus vidas.

La otra mitad del camino, ingresando al Estado de Amazonas, la culminamos con dos ferries más, uno hasta Apuí -donde vimos ganado- y otro (caro), atravesando el Río Aripuaná, hasta Vila San Antonio de Matupí, a 320 km. ya de Vila do Sucundurí. En el tramo más dificultoso y peligroso del itinerario, atravesamos la aldea de Teñarim, donde hay una reserva indígena y de allí, llegamos, vía la última balsa de la BR230, atravesando el Río Madeira, por fin, a Humaitá. Unos pocos kilómetros de asfalto nos quedarían hasta tomar la legendaria BR319, por la cual se podía ir subiendo nuevamente hacia el norte, es decir, Manaos y desde allí a la frontera con Venezuela, pero esta vez, en Humaitá, decidimos, al ver las SUV polacas que lo habían recorrido, en tan mal estado, no arriesgarnos y cambiar el itinerario original hacia Perú. Tomamos la BR319 sí, pero hacia el sur, hacia Porto Velho. Fin de la aventura, que iniciamos el martes 16 de enero de este año y culminamos el día martes 23 del mismo mes.

Acerca de Marcelo Montes

Doctor y Magister en Relaciones Internacionales. Politólogo. Profesor universitario, área Política Internacional. Analista de la política exterior de la Federación Rusa. Investigador. Columnista de medios de comunicación escrita, radial y televisiva. http://consultoriayanalisisrrii.blogspot.com.ar/ https://twitter.com/marceloomontes
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