EL FIN DE LA LEALTAD PERONISTA: EL CRIMEN DE RUCCI

Un 25 de setiembre de 1973, la organización terrorista Montoneros, asesinaba al sindicalista metalúrgico y Secretario General de la CGT, José Ignacio Rucci. Hasta el momento, 44 años después, a pesar de que se conocen hasta detalles del plan para asesinarlo, por parte incluso de sus instigadores y ejecutores, no hay ninguno de ellos, condenado ni preso, demostrando una vez más, la ineficacia que caracteriza al régimen judicial argentino. Se han escrito artículos, publicado investigaciones y hasta libros novelescos como el famoso “Operación Traviata” de Ceferino Reato, pero la impunidad, ese cáncer argentino que no se inició con las causas de Nisman ni Santiago Maldonado, con el crimen de Rucci, llegó para quedarse.

De allí en más, se desataría una ola de violencia política inusitada, incluyendo la propia génesis siniestra del terrorismo de Estado, decidido y ejecutado, a través  de la tristemente célebre organización parapolicial de extrema derecha, la “Triple A”, por el propio Juan Domingo Perón, un líder auténticamente conservador y su lugarteniente, el ex cabo de la Policía Federal Argentina, José López Rega, también dedicado al ocultismo y la brujería.

Paradójicamente, un desconocido Perón, había venido a pacificar el país y al encontrarse con este verdadero “pase de facturas” por parte de la rama más izquierdista juvenil del movimiento que también lo había apoyado en sus dos décadas de exilio en Paraguay, Panamá y España y en su regreso al país, decidió derechizarse al extremo de encarar una embestida total contra tal sector. Esa guerra de bandas peronistas fue el triste epílogo de la célebre “lealtad peronista”: el asesinato de Rucci es el momento bisagra de una grieta mucho peor que la de kirchneristas y antikirchneristas, por la cual, “para un peronista, no hay nada peor que otro peronista”, a la inversa de lo expresado históricamente por el líder justicialista, para quien, el sindicalista asesinado, no era un “burócrata sindical”, como pensaba la cúpula montonera, si no, casi como “un hijo”, el varón que no tuvo.

Para un niño de 9 años, como era yo, ese período de violencia política, precedido por el secuestro y asesinato del General Pedro Eugenio Aramburu, ex Presidente del país, ya en junio de 1970, en Carlos Tejedor, Provincia de Buenos Aires, me marcó a fuego en mis vivencias y convicciones posteriores. Jamás justifiqué tomar las armas en contra de un sistema político, mucho menos democrático y con el contexto pacificador que propiciaba Perón, lo cual fue reconocido a su muerte, en julio de 1974, ante su propio féretro, por su archirrival, el caudillo radical Ricardo “Chino” Balbín, pero sobre todo, rechacé la alternativa violenta ante discusiones, debates o contrapuntos ideológicos. La defensa de las ideas no puede ni debe hacerse con el uso de metralletas, escopetas, revólveres o Kalashnikovs porque sencillamente, de elegirse el empleo de esa metodología, se ingresa en una espiral incontrolable, como la propia Argentina viviría entre ese trágico 1973 y 1978, incluyendo el advenimiento de una dictadura militar -la enésima desde 1930- en marzo de 1976, saludada tristemente por la mayoría del pueblo argentino, en nombre de “acabar con el caos”.

Los atentados contra personajes incómodos para Montoneros, como el riocuartense Aramburu -un general arrepentido de sus crímenes contra peronistas y dispuesto a terminar con los golpes e iniciar su carrera política en democracia-; Rucci -un sindicalista honesto, austero y leal a Perón pero no obsecuente a pesar de su imagen sosteniendo el paraguas al caudillo en el Aeropuerto de Ezeiza, cuando volvió al país en noviembre de 1972-; el Comandante del II Cuerpo del Ejército, con asiento en Rosario, Teniente General Juan Carlos Sánchez, oriundo de un pueblo del norte santafesino, en abril de 1972 -a pocas cuadras de la que sería mi departamento, durante dos décadas, desde setiembre de 1974 hasta abril de 1994-; el Dr. Oberdan Sallustro, un civil, directivo de la Fiat Concord, el mismo día que el anterior; la de Paula Lambruschini, la hija inocente del Contraalmirante del mismo apellido ya en pleno régimen militar en agosto de 1978 y tantos otros, quedaron para siempre en mis retinas y mi memoria, como ejemplos espantosos de una historia que no debe volver a repetirse jamás, ni siquiera en nombre de ideales de justicia. La sociedad argentina parece haber madurado lo suficiente para entenderlo aunque en el interín, debió afrontar la experiencia traumática de la dictadura militar derrotada en Malvinas, para así asumir que la paz y el orden sólo son alcanzables en democracia. Un mérito que siempre deberemos tributarle al liderazgo triunfante de Raúl Alfonsín en 1983, quien inició, con su CONADEP, el “Nunca Más” y el juicio ejemplar a las Juntas Militares,  el verdadero “proceso de memoria y justicia”, negado a posteriori, aunque sobre todo ello, me dedicaré en otra página futura.

Sólo lamento que este capítulo de la historia negra de los setenta, mis hijos y mis alumnos, sólo lo conozcan de manera lejana y parcializada a través del relato tergiversado por el kirchnerismo (2003-2015) que manipuló la versión completa de los hechos, con la complicidad de una izquierda complaciente y genuflexa a las mieles del poder, haciéndole creer a las generaciones recientes de argentinos, que el “montonerismo” era un conjunto de jóvenes idealistas y románticos, pletóricos de un sano voluntarismo rebelde, que luchaban, hasta colocar bombas y asesinar a “oligarcas” y aliados, en nombre de la justicia social.

Pero los jóvenes de hoy debieran saber que, como afirma Ceferino Reato, un conocedor de las internas de la Iglesia Católica y, como reconoció hace poco, el Papa Francisco, “Montoneros nació en las sacristías”. En efecto,  el 90 % de aquellos jóvenes violentos, como los cordobeses Vaca Narvaja, Vélez, Araujo, Roqué, De Breuil y tantos otros, eran miembros de la clase media o clase alta argentina; del interior del país; católicos, educados en el Liceo Militar o los mejores colegios privados, con sacerdotes que les dieron una formación culposa; que sólo estaban enfermos de poder y eran básicamente, aristócratas con pretensiones de “Robin Hood”, fascitoides clericales, disfrazados de guevaristas, cuando no, manipuladores de causas nobles y hasta de sus propios compañeros a quienes traicionaron. Esto último quedó evidenciado algún tiempo después del cese de las hostilidades, en ocasión del espurio pacto de supervivencia entre su líder Mario Firmenich (todavía vivo y egresado en Derecho de la UBA) con el ambicioso e inescrupoloso, filoperonista, con veleidades populistas, “Almirante Cero”, Emilio Eduardo Massera, en el Centro Piloto de la Marina Argentina en París, lo cual fue testificado y les costaría la vida, por los diplomáticos Elena Holmberg (sobrina del ex Presidente General Lanusse) y Héctor Hidalgo Solá, en el bienio 1977-1978, además del hermano del testigo en el juicio por el caso Holmberg, el publicista Marcelo Dupont, en octubre de 1982, entre otros.

Era una muestra más de la siniestra y pesada connivencia mafiosa de quienes se autoproclamaban como la vanguardia iluminada de una pseudo-izquierda vernácula supuestamente revolucionaria pero de raíz conservadora y tradicionalista, con los patéticos artífices y ejecutores estatales de los siniestros grupos de tareas y centros clandestinos de detención, que nos extorsionaron al resto de los argentinos, durante casi una década.

A diferencia de esa desastrosa generación de los setenta, que nos gobernaría, ya aburguesados y enriquecidos, aunque con ánimo revanchista durante buena parte del kirchnerismo, la de los años ochenta, aprendimos -e hicimos y hacemos gala práctica de ello- a valorar la paz y no la guerra, el disenso y no la unanimidad verticalista, la tolerancia y no la imposición, el debate argumentativo y no la agresión física, la convicción y no el fanatismo, la lealtad y no la obsecuencia. Haber vivido esa violencia setentista, siendo niños o adolescentes, claramente nos sirvió y hoy, podemos sugerirles a las generaciones venideras, sobre todo a estos Millennials pragmáticos pero por ello mismo, tan vulnerables a la demagogia fácil, que nunca acepten defender sus principios de cambio social a través del exterminio del otro. Pero especialmente, deseo que ellos no requieran experimentar ese tipo de vivencias trágicas, para aprender a vivir nuestra libertad en paz, como valoramos hacerlo con mi generación.

Acerca de Marcelo Montes

Doctor y Magister en Relaciones Internacionales. Politólogo. Profesor universitario, área Política Internacional. Analista de la política exterior de la Federación Rusa. Investigador. Columnista de medios de comunicación escrita, radial y televisiva. http://consultoriayanalisisrrii.blogspot.com.ar/ https://twitter.com/marceloomontes
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