UN CHARLES CHAPLIN FRANCES

Louis de Funès, hijo de padres españoles, nobles de la ciudad de Sevilla, nacería en Courbevoie en 1914, el año de inicio de la Primera Guerra Mundial. Tendría una vida azarosa y sólo aprender a tocar el piano le serviría en su vida adulta para trascender a la actividad artística. La misma que lo vio llegar en los años cuarenta, en pleno segundo conflicto bélico europeo y mundial, primero al teatro y luego, al cine, donde descollaría con su enorme potencial cómico. En 1964, con “El gendarme de Saint Tropez”, cuando De Funès tenía 50 años de edad -y yo nacía-, y luego, con “La gran fuga”, exactamente en 1967, la que fuera la película más taquillera de la historia del cine, luego del Titanic de James Cameron en 1998, pasaría al estrellato definitivo.

En un contexto diferente al británico Charles Chaplin, De Funès era puro sentimiento cuando actuaba: gesticulaba como pocos, expresaba angustia, miedo o desesperación en exceso, representaba personajes encolerizados, cínicos y hasta antipáticos con una enorme naturalidad, aunque dudo mucho que él estuviera cerca de ellos en la realidad. Un humor sincero, auténtico, sin golpes bajos, aún habiendo experimentado una vida difícil en la niñez.

Trabajó con otros grandes actores franceses como Michel Galabru, Yves Montand y Bouvril, con quienes se amolaba perfectamente.

Ese meteórico progreso se interrumpiría por un infarto cardíaco y tanto en los años setenta y ochenta, cuando se conocerían la mayor cantidad de películas famosas de De Funès en Latinoamérica, su carrera entraría en el ocaso, falleciendo de un nuevo síncope en 1983, con apenas 68 años de edad.

De Funès es otro artista de los que me dieron muchísimo -sobre todo, en términos de alegría- en muy poco tiempo. Como dijera alguna vez, el gran Gerard Depardieu, “los cómicos mueren siempre de una crisis cardíaca, porque hacer reír cansa el corazón”.